Ed Contróy
Camaleón Escarlata
29-01-2025, 07:52 PM
El sol pega como un puto reflector en la cara, y a Ed le da igual. Se tambalea por la calle con una sonrisa torcida, los ojos entrecerrados y el pulso desbocado. La Empisexsi todavía le zumba en las venas, haciéndole sentir como si estuviera flotando entre dimensiones. Pero ya se está desvaneciendo, y eso no se puede permitir. — Joder, necesito más...— Mete la mano en el bolsillo. Vacío. Rebusca en el otro. Un billete arrugado, unas monedas y un chicle mascado. Una puta ruina. Las calles están medio vacías, salvo por los zombis que, como él, van con la mandíbula apretada y los ojos inyectados en sangre, buscando lo mismo. Su gente. La familia de la noche. Ed avanza entre ellos con la determinación de un depredador en busca de presa. Gira una esquina y ahí está: el callejón de los milagros. Un punto de encuentro donde el dinero, la desesperación y la química se mezclan en un cóctel perfecto. Un par de sombras se mueven en el fondo, conversando en susurros. Ed se acerca, frotándose las manos. — ¿Qué pasa, cabrones? ¿Quién tiene algo bueno hoy? — Uno de los tipos levanta la mirada. Ojos inyectados, dientes amarillos, sonrisa torcida. — ¿Qué buscas, colega? — Ed se relame los labios. Lo sabe. Lo necesita. Y lo va a conseguir. El estómago de Ed gruñe, pero no de hambre. Es ansiedad, puro mono trepándole por la espalda como una plaga de insectos invisibles. El sudor le resbala por la sien, y sus manos tiemblan con un hormigueo eléctrico. El chute se está apagando demasiado rápido. Necesita más. Ahora.
El callejón huele a orina rancia, basura fermentada y la dulzura agria de algún químico derramado. Los ojos de Ed escanean el lugar como un animal desesperado. Sabe que aquí siempre hay algo. Un intercambio rápido, una bolsita perdida, una oportunidad para saciar el ansia. Los camellos lo estudian con desconfianza. Lo reconocen, saben que es cliente fijo, pero también saben que está al límite. Se mueve demasiado rápido, respira con fuerza, parece un perro rabioso a punto de morder. Se mete la mano en el bolsillo y saca el billete arrugado. Lo alisa con los dedos y lo muestra como un mendigo implorando redención. Uno de los tipos asiente, mete la mano en su chaqueta y le entrega un envoltorio diminuto. Ed lo agarra con avidez, lo aprieta entre los dedos como si temiera que se evaporara. Sin esperar, lo abre con los dientes, derrama un poco del polvo en el dorso de su mano y lo esnifa con un resoplido salvaje. La ola lo golpea al instante. Un relámpago ardiente le recorre la columna, le sacude los huesos, le destroza el pecho con un latido poderoso. Cierra los ojos y sonríe. Ahora sí. Ahora todo vuelve a su sitio. El mundo es suyo otra vez. Se tambalea fuera del callejón, la cabeza flotando, el cuerpo ligero como una pluma a punto de incendiarse. La ciudad se distorsiona a su alrededor, las luces estallan en colores imposibles, la gente se mueve en cámara lenta y al mismo tiempo demasiado rápido. Se ríe solo, con la mandíbula desencajada. Siente que podría correr hasta el horizonte, saltar edificios, volar. O reventar en mil pedazos. No importa. Por ahora, es intocable.
Ed se tambalea por la calle, los pies apenas tocando el suelo. Su cuerpo es un torbellino de electricidad pura, cada latido retumbando en sus huesos como un tambor de guerra. La droga lo ha elevado más allá de lo humano, más allá de lo real. Todo brilla, todo vibra, todo es demasiado. Las luces de los coches se estiran en trazos de neón líquido, las voces de la gente se entremezclan en un eco sin sentido. Su risa brota sin control, un espasmo de placer químico. Se siente invencible, un dios en la ciudad, un rey sin trono pero con todo el poder del universo hirviendo en su interior. Dobla una esquina a toda velocidad, el mundo girando en ángulos imposibles. No ve a la anciana hasta que es demasiado tarde. Ella camina despacio, con un carrito de la compra lleno de bolsas y un bastón que marca el ritmo de su andar. Una anciana cualquiera, invisible para todos, hasta que se cruza en el camino de Ed. Él no frena, no puede. Su cuerpo no responde con lógica, solo con impulso, con pura euforia sin frenos. El choque es brutal. El cuerpo frágil de la anciana se pliega como papel bajo la embestida de Ed. El crujido es seco, algo se rompe, y ella cae hacia atrás, golpeando el asfalto con un sonido hueco. Las bolsas vuelan, el bastón rueda por la acera. Ed se tambalea, su cerebro tardando en procesar lo que acaba de pasar. Se inclina sobre el cuerpo inerte, los ojos desenfocados, la respiración entrecortada. Hay sangre. Un charco oscuro que se expande lentamente bajo la cabeza de la mujer. La gente grita. Unos corren hacia ella, otros se quedan paralizados. Alguien señala a Ed. Sus pupilas dilatadas reflejan las luces intermitentes de un coche que se detiene bruscamente. Su corazón late con fuerza, pero no de miedo. La droga todavía lo tiene atrapado, su mente aún hierve con la sensación de poder. No siente culpa, no siente nada. Solo un impulso más, una necesidad de moverse, de seguir adelante.
Y corre. Ed corre sin rumbo, con el pecho a punto de estallar y las piernas funcionando por inercia. Los gritos se apagan detrás de él, absorbidos por el zumbido constante en su cabeza. No sabe cuántas calles ha cruzado, cuántas veces ha tropezado o cuántas miradas ha sentido perforándole la espalda. Solo sabe que no puede parar. Hasta que lo hace. Llega a una esquina y se desploma entre cartones, jadeando, con las manos temblorosas. Un callejón oscuro, húmedo, hediondo a orina y basura. Aquí nadie lo busca, nadie lo ve. Es un fantasma más en la ciudad podrida. El sudor le empapa la frente, la camisa pegada al cuerpo como una segunda piel. Su corazón sigue golpeando su caja torácica con furia, pero ya no es euforia lo que lo mueve. Es el bajón. La droga se disipa como un sueño roto, dejando atrás un vacío insoportable. Su piel arde, su estómago se retuerce en un nudo de angustia. Las luces dejan de brillar, los sonidos se apagan, y la realidad lo golpea con toda su crudeza.
El charco de sangre.
El crujido seco.
La anciana inmóvil en el suelo.
Ed se lleva las manos a la cara y suelta una risa rota, una carcajada ahogada en pánico. No sabe si reír o vomitar. Su cerebro, todavía a medio camino entre el colocón y la resaca química, le lanza imágenes sin orden ni sentido. Sus manos temblorosas buscan algo en sus bolsillos. No hay más pastillas, no hay más escape. Todo empieza a doler. El frío se le mete en los huesos. El hambre le carcome el estómago. La culpa, un animal rabioso, le araña la garganta. Sus ojos, inyectados en sangre, buscan una salida en la oscuridad del callejón. Pero no hay salidas. Solo él y el desastre que ha dejado atrás. Aprieta los dientes hasta que le duelen las mandíbulas. No puede quedarse aquí. No puede dejar que el bajón lo consuma. Necesita más. Más droga, más velocidad, más cualquier cosa que lo aleje de la imagen de esa anciana desplomándose como una muñeca rota. Se pone de pie tambaleándose y se adentra más en la oscuridad. La noche aún no ha terminado.
El callejón huele a orina rancia, basura fermentada y la dulzura agria de algún químico derramado. Los ojos de Ed escanean el lugar como un animal desesperado. Sabe que aquí siempre hay algo. Un intercambio rápido, una bolsita perdida, una oportunidad para saciar el ansia. Los camellos lo estudian con desconfianza. Lo reconocen, saben que es cliente fijo, pero también saben que está al límite. Se mueve demasiado rápido, respira con fuerza, parece un perro rabioso a punto de morder. Se mete la mano en el bolsillo y saca el billete arrugado. Lo alisa con los dedos y lo muestra como un mendigo implorando redención. Uno de los tipos asiente, mete la mano en su chaqueta y le entrega un envoltorio diminuto. Ed lo agarra con avidez, lo aprieta entre los dedos como si temiera que se evaporara. Sin esperar, lo abre con los dientes, derrama un poco del polvo en el dorso de su mano y lo esnifa con un resoplido salvaje. La ola lo golpea al instante. Un relámpago ardiente le recorre la columna, le sacude los huesos, le destroza el pecho con un latido poderoso. Cierra los ojos y sonríe. Ahora sí. Ahora todo vuelve a su sitio. El mundo es suyo otra vez. Se tambalea fuera del callejón, la cabeza flotando, el cuerpo ligero como una pluma a punto de incendiarse. La ciudad se distorsiona a su alrededor, las luces estallan en colores imposibles, la gente se mueve en cámara lenta y al mismo tiempo demasiado rápido. Se ríe solo, con la mandíbula desencajada. Siente que podría correr hasta el horizonte, saltar edificios, volar. O reventar en mil pedazos. No importa. Por ahora, es intocable.
Ed se tambalea por la calle, los pies apenas tocando el suelo. Su cuerpo es un torbellino de electricidad pura, cada latido retumbando en sus huesos como un tambor de guerra. La droga lo ha elevado más allá de lo humano, más allá de lo real. Todo brilla, todo vibra, todo es demasiado. Las luces de los coches se estiran en trazos de neón líquido, las voces de la gente se entremezclan en un eco sin sentido. Su risa brota sin control, un espasmo de placer químico. Se siente invencible, un dios en la ciudad, un rey sin trono pero con todo el poder del universo hirviendo en su interior. Dobla una esquina a toda velocidad, el mundo girando en ángulos imposibles. No ve a la anciana hasta que es demasiado tarde. Ella camina despacio, con un carrito de la compra lleno de bolsas y un bastón que marca el ritmo de su andar. Una anciana cualquiera, invisible para todos, hasta que se cruza en el camino de Ed. Él no frena, no puede. Su cuerpo no responde con lógica, solo con impulso, con pura euforia sin frenos. El choque es brutal. El cuerpo frágil de la anciana se pliega como papel bajo la embestida de Ed. El crujido es seco, algo se rompe, y ella cae hacia atrás, golpeando el asfalto con un sonido hueco. Las bolsas vuelan, el bastón rueda por la acera. Ed se tambalea, su cerebro tardando en procesar lo que acaba de pasar. Se inclina sobre el cuerpo inerte, los ojos desenfocados, la respiración entrecortada. Hay sangre. Un charco oscuro que se expande lentamente bajo la cabeza de la mujer. La gente grita. Unos corren hacia ella, otros se quedan paralizados. Alguien señala a Ed. Sus pupilas dilatadas reflejan las luces intermitentes de un coche que se detiene bruscamente. Su corazón late con fuerza, pero no de miedo. La droga todavía lo tiene atrapado, su mente aún hierve con la sensación de poder. No siente culpa, no siente nada. Solo un impulso más, una necesidad de moverse, de seguir adelante.
Y corre. Ed corre sin rumbo, con el pecho a punto de estallar y las piernas funcionando por inercia. Los gritos se apagan detrás de él, absorbidos por el zumbido constante en su cabeza. No sabe cuántas calles ha cruzado, cuántas veces ha tropezado o cuántas miradas ha sentido perforándole la espalda. Solo sabe que no puede parar. Hasta que lo hace. Llega a una esquina y se desploma entre cartones, jadeando, con las manos temblorosas. Un callejón oscuro, húmedo, hediondo a orina y basura. Aquí nadie lo busca, nadie lo ve. Es un fantasma más en la ciudad podrida. El sudor le empapa la frente, la camisa pegada al cuerpo como una segunda piel. Su corazón sigue golpeando su caja torácica con furia, pero ya no es euforia lo que lo mueve. Es el bajón. La droga se disipa como un sueño roto, dejando atrás un vacío insoportable. Su piel arde, su estómago se retuerce en un nudo de angustia. Las luces dejan de brillar, los sonidos se apagan, y la realidad lo golpea con toda su crudeza.
El charco de sangre.
El crujido seco.
La anciana inmóvil en el suelo.
Ed se lleva las manos a la cara y suelta una risa rota, una carcajada ahogada en pánico. No sabe si reír o vomitar. Su cerebro, todavía a medio camino entre el colocón y la resaca química, le lanza imágenes sin orden ni sentido. Sus manos temblorosas buscan algo en sus bolsillos. No hay más pastillas, no hay más escape. Todo empieza a doler. El frío se le mete en los huesos. El hambre le carcome el estómago. La culpa, un animal rabioso, le araña la garganta. Sus ojos, inyectados en sangre, buscan una salida en la oscuridad del callejón. Pero no hay salidas. Solo él y el desastre que ha dejado atrás. Aprieta los dientes hasta que le duelen las mandíbulas. No puede quedarse aquí. No puede dejar que el bajón lo consuma. Necesita más. Más droga, más velocidad, más cualquier cosa que lo aleje de la imagen de esa anciana desplomándose como una muñeca rota. Se pone de pie tambaleándose y se adentra más en la oscuridad. La noche aún no ha terminado.