Alguien dijo una vez...
Crocodile
Los sueños son algo que solo las personas con poder pueden hacer realidad.
Tema cerrado 
[Común] [C-Presente] La típica reyerta de taberna, no tan típica esta vez
Camille Montpellier
El Bastión de Rostock
3 de Verano del año 724, Loguetown

Aquella mañana había empezado como cualquier otra: los reclutas y soldados se levantaron de sus camas en los barracones a primera hora, apresurados en prepararse antes de que el sargento de turno acudiera a supervisar y pasar lista. En el caso de Camille, la sala no era lo suficientemente alta como para que pudiera ponerse completamente firme, de modo que se cuadró como buenamente pudo, encorvándose y rozando con los cuernos el techo. Nada por lo que fueran a llamarle la atención sus superiores, pero que siempre atraía alguna que otra mirada de empatía o de diversión. Por suerte para sus compañeros, esa mañana no se encontraría con ninguna de las últimas.

El pase de lista fue rápido, cosa que su cuello y espalda agradecieron enormemente, pudiendo salir rápidamente del barracón para dirigirse al patio de entrenamiento y proseguir con sus ejercicios y rutina matutinos. El calor del verano resultaba un incordio para el cuerpo de la oni, que no se veía en la posición de zafarse de la camisa pese a que no le faltasen ganas. Deseaba ascender con tal de ganar algo de libertad en lo que respectaba al uniforme, posiblemente siendo la motivación principal de su ambición en ese preciso instante. Odiaba con todo su ser el verano, pero por ahora tan solo le quedaba confiar en que el invierno —o al menos el otoño— no tardasen en llegar. Pensar en ello tampoco le insuflaba alegría alguna teniendo en cuenta que acababan de entrar en aquella insufrible estación. Decidió centrarse en sus ejercicios y evitar esas ideas. Sentía que sudaba más solo por darle vueltas.

Cuando al fin concluyeron los ejercicios obligatorios obtuvo su primer momento del libertad del día, el cual aprovechó para asearse y quitarse de encima aquella sensación tan pegajosa y desagradable que se había apoderado de ella. Podría decirse que hasta su humor había mejorado cuando salió, aunque su gesto se torció al intuir que aquello no duraría demasiado.

Un hombre uniformado se encontraba fuera, esperando. Por su aspecto y uniforme parecía ser soldado raso, un poco por encima de ella. Se giró hacia ella y la mujer se estiró para cuadrarse, ante lo que el contrario correspondió con un saludo.

Señor.
—Recluta Camille.

Podían notarse nervios e inquietud no solo en su tono, sino también en sus gestos. Siempre le había resultado divertido cómo incluso quienes estaban por encima de ella en la jerarquía parecían empequeñecer frente a ella... Empequeñecer más, claro, porque casi siempre les sacaba cerca de medio cuerpo de altura. El hombre carraspeó, aclarando sus ideas.

—Parece que está habiendo algún tipo de problema en el Trago del Marinero. Me han dado instrucciones para mandarte allí.
¿Usted no va, señor? —inquirió, fijando su mirada en él. Sin pretenderlo había sonado algo seca... o tal vez pretendiéndolo. Quién sabe.
—Em... no, a mí me han asignado otras tareas. Hay otros mensajes que transmitir y... eso.

Camille sonrió levemente.

De acuerdo, iré ahora mismo a ocuparme. ¿Algo más que deba saber?
—Nada. No debería ser un gran problema, pero quieren que vayamos a poner orden.
Que vaya —le corrigió, ante lo que el soldado se limitó a asentir—. Me pongo en marcha entonces.

Con gesto desganado realizó una suerte de saludo militar para despedirse y echó a andar por el cuartel, dirigiéndose hacia la armería para equiparse con su espada. También aprovechó para buscar su gorra y ponérsela antes de salir a las calles de Loguetown.

La ciudad se encontraba particularmente tranquila, al menos en el contexto de una tan ajetreada como aquella. No parecía haber problemas o discusiones a simple vista, ni siquiera entre los comerciantes de los puestos callejeros, algo que era anormalmente extraño. Aun así, Camille sabía que la situación cambiaría bastante a medida que se acercase al Trago del Marinero. Se trataba de una taberna situada en la periferia de la ciudad. Un antro en el que se juntaba lo peor de lo peor... y que le gustaba visitar de tanto en tanto, para qué mentir. Lástima que en aquella ocasión fuera a hacerlo de servicio.

No tardó en divisar el edificio con su correspondiente cartelito destartalado, tampoco en escuchar el jaleo que parecía venir de su interior. Una vez frente a él se inclinó para abrir la puerta y pasar por ella a duras penas, echando un rápido vistazo a la sala. Lo que vio le hizo abrir los ojos de par en par, casi con emoción.
#1
Octojin
El terror blanco
La travesía había sido larga y agotadora. Octojin, el Gyojin tiburón blanco, nadaba incansablemente a través del turbulento océano, enfrentando olas gigantescas y corrientes traicioneras. El mar era su elemento, pero la distancia y el esfuerzo empezaban a pasarle factura. Finalmente, la silueta de Loguetown apareció en el horizonte, una ciudad conocida por su historia y su bulliciosa actividad. Con un último empuje de sus poderosas aletas, Octojin alcanzó la costa, emergiendo de las profundidades y sintiendo la arena bajo sus pies.

Al salir del agua, fue golpeado por el calor sofocante del día. El sol brillaba intensamente sobre la ciudad, y Octojin, acostumbrado a las frescas aguas del océano, sintió una punzada de desagrado. El calor era un enemigo invisible, debilitante y persistente. Con un gruñido de molestia, se dirigió hacia el interior de la ciudad, buscando refugio del calor y un lugar donde saciar su creciente sed y hambre.

Caminando por las calles de la periferia, encontró una taberna que parecía adecuada para pasar desapercibido: El Trago del Marinero. Era un establecimiento de mala fama, conocido por atraer a los elementos más sórdidos de la sociedad. La fachada era de madera vieja y desgastada, y el letrero colgaba torcido, como si hubiera sido víctima de numerosas peleas. Octojin, deseando evitar problemas innecesarios, se puso una gorra de marinero que había encontrado en la playa, cubriendo parcialmente su rostro. Su altura y corpulencia lo hacían difícil de ignorar, pero esperaba que la gorra y la penumbra de la taberna ayudaran a desviar la atención.

Al entrar, fue recibido por un ambiente cargado de humo y alcohol. La taberna estaba llena de individuos de aspecto sospechoso, cada uno más rudo que el anterior. Algunos jugaban a las cartas, otros discutían en voz baja, y algunos simplemente se dejaban caer en sus asientos, visiblemente afectados por el alcohol. Octojin avanzó hacia la barra y se sentó en un taburete que crujió bajo su peso.

— Una jarra de sake y dos filetes de carne, bien cocidos —ordenó con voz ronca. El tabernero, un hombre calvo y corpulento, lo miró de arriba abajo antes de asentir y preparar su pedido.

Mientras Octojin esperaba su comida, observó el ambiente a su alrededor. Siempre se había preguntado cómo los humanos podían emborracharse tan rápido. Quizá que no midiesen cuatro metros tendría algo que ver, pero en cualquier caso, era un hecho que el tiburón no terminaba de comprender.

Justo cuando el camarero sirvió ambos filetes, dos individuos, visiblemente afectados por el alcohol, comenzaron a discutir en una mesa cercana, ganando el protagonismo de la tasca. La discusión rápidamente se convirtió en una pelea a golpes, y otros, como si hubiesen estado esperando una excusa, se unieron a la trifulca. En un abrir y cerrar de ojos, la taberna se convirtió en un campo de batalla improvisado. Sillas y mesas volaban por los aires, y los camareros intentaban, sin mucho éxito, poner paz en la situación. 

En medio del caos, uno de los individuos en la pelea fue lanzado violentamente hacia donde estaba sentado Octojin. Con reflejos rápidos, Octojin se movió para evitar el impacto, pero en el proceso, su plato de carne y su jarra de sake cayeron al suelo, esparciendo la comida y bebida por todas partes. 

La expresión de Octojin se endureció. Su paciencia tenía un límite -bajo, por otra parte-, y acababa de ser superado. Con una mirada llena de rabia, se levantó de su asiento con una imponente figura que eclipsó a todos los presentes. Agarró al humano que había sido lanzado hacia él por la pechera, levantándolo con facilidad.

— Vas a pagar por esto —gruñó Octojin, con una voz que resonó con un tono amenazante—. Quiero mi comida y bebida de vuelta. Ahora.

El hombre, atemorizado, balbuceó excusas mientras trataba de liberar sus manos de las garras de Octojin. Sin embargo, la fuerza del gyojin era abrumadora, y el hombre no tenía esperanzas de escapar. La pelea en la taberna se detuvo momentáneamente, todos los ojos se volvieron hacia la escena, expectantes y tensos.

En ese preciso instante, la puerta de la taberna se abrió de golpe, y un silencio palpable se apoderó del lugar. Uno de los humanos aprovechó el despiste para abalanzarse sobre el gyojin y reventarle un taburete de madera. 

Pese a que el golpe resonó, el escualo consiguió minimizar el daño haciendo fuerte su antebrazo. Observó al infractor mientras lanzaba hacia atrás sin mucha fuerza al humano que tenía agarrado.

Todos los presentes se giraron para ver quién había llegado. Lo que vieron les hizo detenerse en seco. Un oni, un ser de aspecto intimidante con cuernos, piel rojiza y una estatura imponente para casi todos los presentes, entró en el local. Vestía el uniforme de la Marina, sin mucho adorno en el uniforme, lo cual decía que su rango no era alto. Aquella escena era un tanto inusual. Octojin había visto a pocas criaturas como aquella, y definitivamente estas criaturas solían ser vistas más como piratas o forajidos.

Octojin se acercó al humano que le había estampado el taburete y se agachó para estar a su altura. Acercó su mirada a la suya y abrió ligeramente la mandíbula, luciendo unos imponentes incisivos. 

—La carne se paga con carne. -susurró a la par que acercaba lentamente su mandíbula hacia el cuello del humano, que quedó petrificado. 

La tensión en el ambiente se podía cortar con un cuchillo. Nadie se atrevía a moverse, y todos esperaban ver qué haría el nuevo visitante.
Los presentes se miraron entre sí, algunos retrocediendo, otros señalando hacia Octojin y el hombre que tenía próximo.

Octojin pegó un cabezazo al humano al ver que no oponía resistencia y se incorporó. Lanzó una mirada al oni, aún con parte de su furia visible. No tenía miedo, pero sí curiosidad por el recién llegado.

Octojin era reacio a la situación, pero era consciente de que enfrentarse a la marina podría complicar las cosas.
#2
Camille Montpellier
El Bastión de Rostock
Durante los primeros segundos tras cruzar el umbral de la puerta no vio nada que no hubiera esperado encontrarse antes de llegar. Una gran cantidad de hombres y mujeres se encontraban esparcidos a lo largo de la sala, muchos de ellos sentados con bebidas y comida sin ser partícipes activos de la escena. Sin embargo, un numeroso grupo de entre los clientes había decidido que una buena conversación con picoteo y algo de alcohol no era estímulo suficiente como para estar a gusto, de modo que parecían haberse visto en la necesidad de unirse a la trifulca que —estaba segura— no habían iniciado ellos. Había rostros magullados aquí y allá, algunos con hilos de sangre descendiendo desde sus labios y cejas partidos. Otros parecían demasiado desorientados como para levantarse del suelo, posiblemente tras haber recibido algún mal golpe en la cabeza. Camille suspiró con pesadez, negando despacio ante la escena. Nada nuevo bajo el sol de Loguetown.

Pese a la esperpéntica situación, la atención de la recluta no tardó en posarse sobre la figura más voluminosa de todas, guiada en parte por los brazos acusatorios de los presentes, pero también por lo difícil que era ignorar su presencia. «Wow», fue lo primero y único que pudo pensar al fijarse en aquella mole de músculos. Enmudeció por un momento, más por la sorpresa que porque sintiera algún tipo de temor. Esa persona claramente no era humana, aunque a Camille le costó unos segundos entender que se encontraba frente a un gyojin. Nadie podría culparla por ello: había escuchado historias y rumores sobre la raza de los hombres-pez, pero incluso en una ciudad como Loguetown resultaba raro ver a uno de ellos deambulando por allí. Pensándolo bien, quizá lo raro era que estuviera en el East Blue y no en la Grand Line. Su mirada se tornó cargada de curiosidad, aunque se contuvo dada la situación.

Como no podía ser de otro modo, porque estaba claro que no iban a ponerle las cosas fáciles, el gyojin con rasgos de tiburón era partícipe de todo el jaleo y estropicio que se había montado en el Trago del Marinero, aunque algo le decía que estaba lejos de ser el culpable. O quizá tenía toda la culpa, pero tendía a sentir empatía hacia aquellos diferentes al resto.

Yo apartaría los dientes de ahí —le advirtió al ver cómo acercaba las fauces al cuello del paisano. Independientemente del motivo, tampoco pensaba permitir que una estúpida pelea fuera a mayores.

Echó otro vistazo por la sala mientras avanzaba unos pocos pasos más hacia el interior. No es que aquella taberna fuera el sitio con más caché de Loguetown, pero el estropicio que habían montado le saldría caro al dueño del lugar, de eso estaba segura. Hablando de él, el hombre que había atendido a nuestro amigo Octojin se aproximó hasta ella con paso calmado pero con una expresión de visible molestia.

—Siento que te hayan hecho venir, Camille —empezó a decir. Su voz sonaba rasgada y ronca, como la de alguien con años de experiencia en el arte de fumar tabaco—. Todo se ha ido de madre antes de que me diera tiempo a intervenir.

La morena negó con la cabeza, sonriéndole levemente.

No te preocupes Hans, tampoco parecía que fuera a hacer nada relevante hoy —respondió, inclinando la cabeza para mirarle desde arriba—. ¿Puedes decirle a tus chicos que se lleven a los heridos a la base? Nos aseguraremos de que ninguno de estos idiotas se mate... y quizá una noche en el calabozo les haga aprender la lección —aunque no estaba muy convencida de esto último.

—Claro, ahora les digo que muevan el culo, pero... —La mirada de Hans se posó sobre el gyojin y Camille la siguió.

Tranquilo, yo me ocupo.

Dio una palmada en el hombro al tabernero, lo suficientemente floja como para evitar dislocarle el hombro pero con la fuerza justa para que hiciera eco en la sala. Este dio algunas indicaciones y varios hombres y mujeres que formaban parte del personal empezaron a ayudar a los que se habían quedado tirados. Invitaron al resto de participantes de la pequeña reyerta a que les acompañasen fuera. La recluta empezó a caminar hacia el peculiar cliente.

A medida que se acercaba iba resultándole más y más evidente la diferencia de estatura que había entre los dos. Era la primera vez que se veía en la necesidad de echar la cabeza hacia atrás para mirar a alguien a los ojos. El gyojin era una mole de músculos con un tono de piel extremadamente pálido que hasta parecía aportar a su ya de por sí intimidante aspecto. Camille estaba lejos de sentir temor, no se amedrentaba tan fácilmente, pero debía reconocer que el hombrecillo que le había estampado el taburete en el brazo tenía un par de huevos. Se plantó frente a él, mirándole desde abajo casi con cierto desafío, como si de aquella forma estuviera midiendo la distancia real que había entre los dos. No de altura, sino entre sus voluntades. Finalmente, tras unos segundos algo tensos, le sonrió.

Supondré que llevas poco por aquí o de lo contrario nos habrían llegado rumores. ¿Tu primer día en Loguetown y ya te has metido en problemas? —empezó con un tono sosegado, como si lo ocurrido allí fuera lo más banal del mundo. Para ella lo era, al menos—. Siento las molestias, los que merodean por aquí no suelen ser los pollos más listos del gallinero. —Buscó algún taburete en las proximidades, a poder ser entero y que fuera lo suficientemente estable como para aguantar su peso. Lo colocó con calma junto a la barra y se sentó al lado del hombre-pez—. Sin embargo, igual arrancarle la yugular de un mordisco a uno de ellos no es la mejor forma de resolver los problemas.

Hizo un gesto con la mano, señalando el taburete que había junto al gyojin para indicarle que se sentase. En realidad le daba igual si se quedaba de pie o no. En todo momento se mantenía con los sentidos agudos por si su nuevo amigo estaba lo suficientemente cabreado o era tan estúpido como para intentar ponerle la mano encima a una marine. La oni echó un vistazo por la barra y vio los restos de lo que debió ser una contundente ración de comida en algún momento, ahora esparcida por el suelo y la superficie del mueble de madera.

Si es por la comida, Hans probablemente te la habría repuesto cuando se calmase la situación. Se que igual para ti es difícil grandullón, pero a veces mantener un perfil bajo es la mejor opción. Los que somos diferentes ya llamamos suficiente la atención, ¿no te parece? 

No sabía si su dudoso don de la palabra iba a servir para apaciguar la visible furia del gyojin, pero al menos esperaba que sirviera para que la situación no escalase más. En cualquier caso, tampoco veía ningún problema en la posibilidad de intercambiar unos buenos golpes con la mole acuática. Casi hasta sentía curiosidad por ver si era cierto que su gente tenía tanta fuerza como todo el mundo decía. Que a ver, salvo que se pinchase alguna sustancia que le inflase los músculos, como mínimo un puñetazo suyo debía doler un poquito.

Recluta Camille, por cierto.
#3
Octojin
El terror blanco
Octojin observó a la joven oni mientras entraba por la puerta y se aproximaba a su posición. Su estatura no era nada despreciable, aunque aún era menor que la de él. La combinación de curiosidad y desafío en sus ojos era inusual, considerando que la mayoría de los humanos reaccionaban con miedo o desprecio al verlo. Sin embargo, Camille no era humana, y esa diferencia generó una pequeña chispa de respeto y curiosidad en el gyojin.

Tras la presentación de Camille, Octojin soltó un gruñido, todavía molesto por la situación, pero decidió que sería mejor no empeorar las cosas. Respiró hondo, controlando su rabia, y asintió.

— Octojin —respondió lacónicamente, observando a Camille con detenimiento. Su porte y la calma con la que manejaba la situación denotaban una confianza y una experiencia poco comunes, sobre todo teniendo en cuenta la escasez de insignias en su uniforme. Decidió darle un voto de confianza, ya que no era un humano quien le estaba hablando.

Camille se sentó en un taburete cercano, invitando a Octojin a hacer lo mismo. Aunque el gyojin prefería estar de pie, decidió no contrariarla y se acomodó en un par de taburetes que parecían ser capaces de soportar su peso. Hans, el tabernero, observó la escena con atención, esperando que no se desatara otra pelea.

— Llevo poco tiempo en Loguetown —comenzó Octojin, con voz grave que resonaba en la taberna—. Y no busco problemas, pero no tolero que me arruinen la comida.

Tras sus palabras, Camille lanzó un discurso alentando a que había maneras mejores de hacer las cosas, el tiburón bufó y le observó detenidamente de nuevo. Clavó sus ojos oscuros destellando con una mezcla de resentimiento y cansancio.

— La Marina... —murmuró—. Nunca han sido amigos de mi gente. Ni míos.

La verdad es que el gyojin tenía pocos amigos. Muy pocos. Y si no contaba a los de su especie, menos aún. La vida le había demostrado que no se podía fiar de nadie. Y que si desconfiaba de todo el mundo llegaría a donde quisiera. Y así seguiría siendo.

Hans estaba ocupado haciendo caso a la Oni y dando instrucciones a sus hombres, que llevaban a los heridos fuera. Pero aún así, decidió repetir el pedido que Octojin había hecho minutos antes y que en ese momento estaba adornando el suelo junto a botellas rotas, trozos de madera rota y sangre aún fresca.

En escasos minutos el tiburón tenía de nuevo un par de filetes que lucían ligeramente mejor que los primeros frente a él. Ambos filetes desprendían una hilera de humo que denotaba que aún estaban demasiado calientes para ser ingeridos. Además, estaban creando un pequeño jugo en la base del plato. Hans decidió acompañar la comida con una gran jarra de sake. Pese a que la mayoría de la gente allí presente vería aquella jarra como enorme, para el ser del mar no era más que lo que podría ser un doble para el propio tabernero.

— Gracias —susurró de tal manera que solo el tabernero y Camille fueran capaces de escuchar—. Pero creo que necesito un par de jarras más.

Hans pareció no comprender lo que el gyojin le decía. Sin embargo no tardo mucho en hacerlo al ver la manera en la que Octojin hincaba el codo y se bebía la jarra entera en cosa de diez segundos. El tabernero se limitó a asentir y llamar a uno de los camareros que estaban en la zona.

El tiburón empezó a comer con tranquilidad, saboreando la comida que con tanto detalle había hecho Hans para él. Mientras tanto, la taberna volvía lentamente a su bullicio habitual, aunque todos mantenían un ojo en la mesa del gyojin y la oni..

— Hablas de mantener un perfil bajo, pero aquí estoy, en medio de una ciudad llena de humanos. No es fácil. —Sus palabras eran sinceras, reflejando la lucha constante de un gyojin en un mundo que no siempre lo aceptaba.

Octojin volvió la mirada al plato para continuar degustando la carne. La realidad es que no era nada del otro mundo. La carne estaba bastante más seca de lo que parecía, y se no ser por las especias utilizadas, tendría poco sabor. Sin embargo, después del detalle de Hans y los daños ocasionados, no sería el gesto más empático del mundo quejarse de la calidad de la comida. El gyojin volvió a clavar sus ojos en la Oni y lanzó una pregunta.

— Dime, ¿acaso en la marina no te sientes solo? ¿Te aceptan tal y como eres? Me imagino que esos cuernos y esa apariencia te ha hecho hacer muchos amigos—finalizó a la par que se levantaba y dejaba medio plato por acabar—. Si en algo nos parecemos es en que somos diferentes. Y esa diferencia genera odio.

Justo en ese momento se escuchó el sonido de un plato estrellarse contra el suelo. Octojin observó con cautela, pensando que la paz hasta el momento era únicamente un espejismo y la revuelta volvía a empezar. Pero nada más lejos de la realidad. El sonido del plato había resultado ser lo más lógico en una taberna; un plato cayendo al suelo. Pero no había sido fruto de un camarero torpe, ni un descuido de un cliente. El tiburón vio cómo Hans parecía haber visto un fantasma tras hablar con uno de sus empleados, y justo después se llevaba las manos a la cabeza, el puño a la boca y parecía evitar gritar. No tardo más de un minuto en acercarse a Camille y Octojin.

— Perdón —dijo casi entre lágrimas—. Pero me comentan que acabo de perderlo todo. He mandado a uno de los míos a por más sake y… Todo el cargamento que he recibido hoy ya no está. Debía de ser todo el sake del mes… No puede ser… Estoy en la ruina.

El gyojin no pudo evitar mostrar algo de empatía por el humano. Había sido bondadoso y comprensivo con él —quizá porque había llegado Camille—, y ahora acababa de perderlo todo.

— Vaya… Lo siento. Han usado la distracción para robarte —comentó el gyojin a la par que se le encendía la bombilla—. Algo huele mal. ¿Como se puede acceder a la bodega? Y sobre todo… ¿De cuantos litros estamos hablando?

Octojin había vivido infinidad de hurtos. Y había participado en tantos otros. Pero la mayoría iban a por cosas fáciles de convertir en dinero. Oro, el propio dinero, joyas, incluso armas. Pero… ¿sake? ¿Quien querría robar sake? Y, sobre todo… ¿Por qué tanta cantidad?
#4
Camille Montpellier
El Bastión de Rostock
Sus sospechas se confirmaron con las palabras del gyojin. Octojin, que así se llamaba, había llegado ese mismo día a Loguetown. Encajaba con que no hubieran escuchado nada de él en los últimos días, no ya por la especie a la que pertenecía —que también—, sino por su descomunal y poco discreto aspecto. También podría haber sido una buena señal que indicase que no se había metido en ningún problema durante su estancia, pero estaba claro que no era el caso. De todos modos, parecío aceptar la invitación de Camille para sentarse y conversar, quizá no de muy buena gana, pero supuso que haberle tratado con sosiego había facilitado la interacción.

La oni no dijo mucha cosa a continuación; parecía mucho más interesada en escuchar lo que tenía que decir el forastero que otra cosa. En parte le movía la curiosidad: que un gyojin hubiera viajado hasta Loguetown, tan lejos de su hogar, le hacía preguntarse los motivos que le habrían traído hasta ese rincón del mundo conocido. Lo que le quedó claro es que el uniforme de la Marina no traía calma a la conversación, tal vez sí algo de recelo o desconfianza. Podía entenderlo. No es que allí fuera algo exagerado, pero ella misma había podido escuchar algún que otro comentario, ya no solo entre sus compañeros sino incluso entre los ciudadanos de a pie. Eran puntuales, aunque su escasez no les quitaba relevancia. Probablemente nadie sería más consciente de esto que ella, salvo quizá Octojin. Sin embargo, el comentario sí que le generó cierta preocupación. Que ni él ni los suyos pudieran considerar amigos a la Marina podía tener más de una interpretación, pero tampoco le sonaba ningún cartel de «Se busca» con las características que presentaba el contrario. Tampoco quería caer en prejuicios, así que descartaría esos pensamientos por el momento salvo que le diera pie a sospechar.

Aún en silencio, Camille observó cómo Hans se acercaba para reponer la comida del recién llegado, trayendo además una jarra repleta de sake. Era generoso, pero bien sabía que nada de eso podía ser suficiente como para saciar a su corpulento amigo, cosa que quedó evidenciada en el momento en que se bajó la bebida en poco más que unos segundos. No pudo sino asentir en acuerdo: iban a hacer falta unas cuantas más de esas.

Créeme, nadie mejor que yo va a entender que mantener un perfil bajo a veces no es tan fácil como se pretende —respondió con voz pausada, sonriendo levemente en un gesto empático—. No espero que pases inadvertido, para bien o para mal está claro que es poco probable que lo consigas.

Si ella era incapaz de pasar desapercibida por las calles de Loguetown, incluso habiendo crecido en ellas, mucho menos lo iba a ser él. Por desgracia, vivían en un mundo de prejuicios dispuesto a juzgar a cualquiera que se saliera de la norma; a todo el que fuera diferente.

Cuando tocó el tema de su apariencia y las consecuencias de esta, terminó enmudeciendo a medida que su sonrisa se borraba poco a poco. Sus palabras le trajeron recuerdos de experiencias algo desagradables en un primer momento. Tenía razón, nunca había terminado de encajar en ningún sitio, ni siquiera entre sus compañeros de toda la vida. A veces sentía que hasta para la capitana Montpellier debía resultar complicado tratar con ella, aunque eso era más una percepción puntual y subjetiva que una realidad confirmada. Sin embargo, no todos sus recuerdos fueron negativos: para aplacar aquellas sensaciones, se presentaron en su mente otras circunstancias más felices. Un primer muchacho que se convirtió en su amigo durante la infancia, compañeros de la instrucción que procuraron integrarla junto al resto, la familiaridad con la que los oficiales del cuartel habían procurado educarla mientras la veían crecer. Todo ello despejó la neblina que se había empezado a formar en su mente.

Octojin se levantó tras explicarle su visión, muy válida a ojos de Camille, pero quizá teñida por las malas experiencias. Ahora que estaba de pie y ella sentada su estatura pareció acrecentarse. La oni abrió la boca para responder, empezando una palabra que no llegó a terminar de pronunciar al notar a Hans acercarse con desesperación.

Mierda... —masculló en voz baja tras escucharle, poniéndose también en pie mientras escuchaba a Hans.

Como destacó el forastero, alguien debió aprovechar la trifulca y el ruido para salirse con la suya y arramplar con todo lo que hubiera en la bodega. Si se habían llevado todo el sake del mes no podía tratarse de una única persona. Eso solo empeoraba las cosas.

—Pues debían ser unos... ¿doscientos litros de sake? —empezó el tabernero, a cada palabra más hundido—. También teníamos cerveza, hidromiel, ron y algo de vino para los más exquisitos —aunque Camille sabía que era probablemente el peor vino que podía pedirse en Loguetown—. Joder, ¿y ahora cómo pago yo a los proveedores? Una taberna sin alcohol no es negocio ni es nada.

Alguna lágrima se resbaló por el rostro de Hans y terminó colgándole del bigote. Se podía sentir la desesperación en su voz quebrada. Alzó la mirada hacia Octojin y prosiguió.

—Solo se puede entrar a la bodega desde una trampilla que hay en la cocina —dijo, sorbiendo un poco por la nariz y secándose las lágrimas con el dorso de la mano, procurando tranquilizarse—. Y a la cocina solo se puede entrar por dos sitios: desde la zona de la barra —señaló la entrada que había detrás de él— y desde una puerta que da a la parte de atrás del edificio, a una callejuela. La usan los camareros y la cocinera para salir a tomar el aire cuando no hay mucho trabajo. Normalmente la trampilla de la bodega está cerrada con un candando y solo tenemos fuera algunas botellas para servir a la clientela habitual. Hoy estaba abierta por la cantidad de gente que teníamos y facilitarnos el ir y venir...

Por un lado, parecía una casualidad que se hubiera dado aquella situación, pero en la mente de Camille las casualidades eran menos probables que las intenciones bien pensadas. Quizá el hecho de que hubiera tantos clientes aquel día no fuera fortuito.

Está bien Hans, deja que me ocupe de eso. Recuperaremos tu alcohol —se apresuró a decir al oni, ajustándose la odachi al cinto—. ¿El cocinero o los camareros no han visto nada?

La trampilla está algo separada de los fuegos, en un rincón. Si no vas expresamente a esa zona no alcanzas a verla desde la cocina, así que parece que no.

La mujer suspiró. En parte sospechaba de los trabajadores de Hans, aunque por lo que sabía de ellos no eran malos chicos. La mayoría habían sido acogidos por el tabernero desde críos, chicos conflictivos de las calles que no tenían nada y a los que el hombre les había dado la oportunidad de tener un rumbo en la vida, así como un techo bajo el que dormir y un plato caliente que llevarse a la boca todos los días. Eso no eliminaba la posibilidad de que alguno estuviera involucrado, era raro que nadie hubiera visto nada cuando se trataba de una cantidad tan ingente de alcohol.

Camille desvió su mirada hacia Octojin.

Es mi deber ocuparme de esto, tanto por ser marine como porque Hans es un viejo conocido. Tú no tienes ninguna obligación, pero... —dudó un poco. Después de lo que había ocurrido allí le sabía mal pedirle nada— Tú tienes pinta de saber lo que te haces y pedir refuerzos llevaría tiempo. No me vendrían mal un par de manos y músculos extra.

Dicho esto, con o sin el gyojin, Camille pasó por encima de la barra dando una pequeña zancada y accedió a las cocinas para echar un vistazo. Siguió las indicaciones del tabernero y no tardó en dar con la trampilla. La puerta que daba a la parte de atrás no estaba muy lejos de allí tampoco, lo que explicaba que se hubieran movido que cierta discreción. No estaba cerrada y solo tuvo que abrirla para ver unas marcas recientes de rueda en el suelo alejándose por la callejuela de tierra. Debían haber usado una carretilla o algo similar para llevarse toda la mercancía.

¿Has echado en falta a alguien hoy, Hans?

¿En falta? No, en principio no... —empezó pensativo. Se quedó callado durante unos segundos con gesto de duda en su semblante—. James se marchó hace un rato, dijo que no se encontraba muy allá, pero no creo que... tenga nada que ver.

La mirada de la oni se ensombreció un poco y, al mismo tiempo, los ojos del tabernero se cargaron con tristeza.
#5
Octojin
El terror blanco
Octojin observaba a Camille mientras ella hablaba con Hans, el tabernero. Su presencia imponente y su naturaleza firme recordaban a Octojin la fuerza de voluntad que a menudo veía en los luchadores de su especie, aquellos que se negaban a doblegarse ante la adversidad. Y aquello le devolvió a su infancia. Recordó momentos con los suyos —algunos buenos y otros no tanto—, y cómo era capaz de, en aquel momento, ver la vida de otra manera. Las acciones cambiaban mucho en función de a quien tuvieses al lado. También cómo afrontar la vida. Pero todo aquello pertenecía a un lugar en el interior del gran tiburón que no solía salir a menudo. Y en aquel momento estuvo a punto, pero pronto se dio cuenta que no era una situación idónea para tirar de la melancolía de un tiempo pasado.

A pesar de la discordia inicial, algo en Camille resonaba con él; quizá era su enfoque directo, su mirada sin juicios, o simplemente su capacidad para comprender que el mundo no era blanco o negro, sino una vasta escala de grises. Algo que Octojin no sabía aplicar. Testarudo y bocazas a partes iguales, la vida le había llevado a interpretar cualquier señal en una sencilla paleta de colores donde solo había dos extremos y probablemente ninguno fuese bueno.

"Es mi deber ocuparme de esto, tanto por ser marine como porque Hans es un viejo conocido", había dicho Camille, y aunque Octojin era un extraño en aquella tierra de humanos, comprendía bien el peso del deber. Aunque no compartía la misma lealtad hacia la Marina, sabía que algunas cosas trascendían las banderas y las órdenes. Aceptar la ayuda de Camille no era solo una cuestión de conveniencia, sino también un paso hacia la posibilidad de que, tal vez, pudiera encontrar algo más en Loguetown que solo recuerdos amargos y viejas heridas.

— Todo sea por recibir tres o cuatro jarras más de sake —comentó a la par que miraba al tendero, haciéndole ver que era una broma. Salvo que quisiera que no lo fuera.

Octojin caminó hacia la trampilla por la que Camille había descendido, incrementando su sombra, oscureciendo la tenue luz que entraba por la cocina. La trampilla estaba entreabierta, las bisagras chirriaban suavemente al moverse con la brisa que se colaba por la puerta trasera. Mientras se preparaba para bajar, Octojin notó las marcas en el suelo, las huellas de ruedas frescas que se dirigían hacia la callejuela. No se veían a simple vista, pero de cerca eran más que evidentes. Los humanos eran criaturas inteligentes, pero a veces subestimaban la importancia de los detalles. Para un gyojin, un ser del mar, acostumbrado a leer la marea y seguir los rastros en las profundidades del océano, esas marcas eran un claro camino hacia la verdad.

El escualo señaló la marca y miró a la Oni a la par que salía al exterior. La callejuela donde desembocaban las marcas era estrecha, oscura, y tenía el hedor del mar mezclado con el de las aguas residuales que corrían bajo las calles. Loguetown, con su bullicio, a menudo olvidaba que justo bajo sus pies yacían los residuos de sus actividades diarias. El suelo estaba manchado por las huellas de la gente que vivía en los márgenes de la ciudad, los mismos que rara vez eran vistos, pero que siempre estaban presentes.

Octojin no tardó mucho en encontrar la dirección correcta. Las huellas de la carretilla eran claras en el suelo polvoriento, y cuando desaparecían porque el terreno era más firme, tiraba de su avanzado olfato para aproximarse aún más. Lo cierto es que cada vez que olfateaba hacía un pronunciado ruido que podía resultar molesto, pero al estar tan concentrado no tuvo tiempo para mirar a la marine y cerciorarse de si realmente lo era.

Cada giro en la callejuela parecía llevarle más lejos del centro de la ciudad y hacia los suburbios donde los hombres olvidados por la ley y la moral se escondían. Aunque Camille era una marine, Octojin sabía que había lugares donde ni siquiera los marines se aventuraban sin refuerzos. No obstante, él había sobrevivido a esos lugares antes; un gyojin no teme a las sombras, porque en las profundidades, la oscuridad es lo único que hay.

El rastro lo llevó a una vieja bodega, un lugar que había visto días mejores. Las paredes de piedra estaban cubiertas de musgo y humedad, y las ventanas, rotas en su mayoría, dejaban escapar la luz tenue del interior. Afuera, un par de figuras encapuchadas se movían con cautela, vigilando a cualquiera que pudiera acercarse demasiado. Era un escondite, o al menos un lugar temporal para aquellos que no deseaban ser encontrados.

Octojin se detuvo a una distancia segura, mientras mantenía sus sentidos alerta a cualquier peligro. Podía escuchar el suave murmullo de las voces dentro de la bodega, y el inconfundible sonido del metal chocando contra el vidrio, como si alguien estuviera moviendo botellas. No había duda: el alcohol robado estaba allí. Sin embargo, enfrentarse a un grupo solo no era prudente, incluso para alguien de su fuerza.

Mientras consideraba su próximo movimiento, Octojin escuchó un ruido detrás de él. Giró bruscamente, sus músculos tensos, listo para atacar. Pero lo que vio lo tomó por sorpresa.

Un niño, no mayor de diez años, lo miraba con grandes ojos llenos de curiosidad y miedo. Estaba descalzo, con ropas raídas y sucias, y cargaba un pequeño saco de tela en una mano. El gyojin bajó la guardia, aunque no del todo. El niño no representaba una amenaza, pero podía ser un problema si comenzaba a gritar.

— ¿Qué haces aquí, muchacho? —preguntó Octojin, con una voz que resultó parcialmente resonante en el silencio de la callejuela.

El niño dio un paso atrás, dudando. Era evidente que no estaba acostumbrado a ver a un gyojin de cerca, y mucho menos a hablar con uno.

—Yo... yo solo... —tartamudeó el niño, mirando nerviosamente la enorme figura de Octojin.

—No te haré daño —dijo Octojin, suavizando un poco su tono—, pero necesito saber qué está pasando aquí. Si no quieres hablar conmigo, hazlo con Camille —comentó mientras señalaba a la Oni.

El niño dio de nuevo un paso hacia atrás. Quizá aquella estampa no lucía la más segura para abrirse o confiar. Ni siquiera para hablar. Aunque al ojear de arriba abajo a la Oni, pareció relajarse un poco. Puede que el uniforme ayudase. Pese a ello, seguía manteniendo una distancia prudente.

— Esos hombres... —comenzó a explicar el niño, señalando hacia la bodega—. Son malos. Le quitan cosas a la gente, y si alguien se queja, lo lastiman. Yo los he visto, señor. Hacen cosas malas.

Octojin asintió, confirmando sus sospechas. Estaba claro que estos hombres eran más que simples ladrones; eran criminales que se aprovechaban de los más débiles. Por un momento, se vio a sí mismo reflejado en los ojos del niño: un joven gyojin, luchando por sobrevivir en un mundo que lo consideraba un monstruo.

— Vete de aquí —dijo Octojin con firmeza—. No te acerques a estos hombres. Seguro que Camille sabe cómo ayudarte. Al final pertenece a los buenos de la película —ironizó a la par que agarraba la chaqueta de la marine—. Tú dirás. ¿Ves a ese tal James? —preguntó sin dejar de mirar la bodega, intentando ver alguna cara conocida dentro de que aquello resultaba un mundo desconocido para él—. Vosotros sois más de planificar el ataque. Yo entraría sin mirar atrás.

El niño asintió las palabras del escualo rápidamente y se alejó corriendo por la callejuela, desapareciendo en las sombras. Octojin lo observó hasta que estuvo seguro de que estaba a salvo, y luego regresó su atención a la bodega. El tiempo era esencial; necesitaba actuar antes de que los hombres en el interior se dieran cuenta de que alguien los había seguido. Y si a la marine no se le ocurría nada, tiraría de la más básica norma del combate. Marchar hacia delante y pegar más veces y más fuerte que su rival.
#6
Camille Montpellier
El Bastión de Rostock
Aunque por fuera no lo manifestó de ninguna forma, por dentro sintió una mezcla de alivio y agradecimiento a partes iguales cuando Octojin aceptó la petición. No fue del todo una sorpresa para ella, siempre se le había dado bien calar a la gente —o eso creía ella— y bien sabía que las apariencias tendían a engañar. Los gyojins tenían motivos más que de sobra para desconfiar de los humanos, no hablemos ya de la Marina, pero nada de eso los convertía necesariamente en malas personas o en unos monstruos. Fueran cuales fuesen sus circunstancias, si ella misma las hubiera vivido, probablemente el camino que habría recorrido sería muy diferente. Eso era una de las muchas cosas que había aprendido de Beatrice.

La inspección de la bodega fue rápida. No habían hecho ningún estropicio y todo parecía estar en su lugar salvo las cantidades ingentes de alcohol cuya ausencia resultaba más que evidente. No habían tenido que forzar la trampilla, pero eso era algo a lo que Hans ya había dado explicación. Volviendo a las cocinas, Camille observó el rastro que su compañero le señalaba y se limitó a asentir, desviando después su mirada hacia el tabernero.

Volveremos con tu alcohol, Hans. Tú quédate aquí con tus chicos y evita que hagan ninguna tontería, bastante hemos tenido por un día —le pidió, ante lo que el pobre hombre se limitó a asentir con pesar.

Arrugó la nariz al momento de salir afuera, justo cuando el hedor del alcantarillado le dio un bofetón a su olfato. Si ese era el sitio donde el personal del Trago del Marinero descansaba, esperaba que salieran siempre con una mascarilla para evitar poner en peligro su salud. Los barrios menos pudientes de Loguetown a menudo eran quienes lidiaban con los restos de las altas esferas, una injusticia a la que Camille admitía con rabia no verle una solución sencilla. Bueno, siempre la había habido: que los recursos se destinasen equitativamente entre los ciudadanos... pero eso era poco más que una utopía. Había aprendido a medida que crecía que las reglas del mundo rara vez eran justas. Su labor era intentar ayudar con todos los medios a su alcance a aquellos más desfavorecidos. Quizá por eso congeniaba con gente como Hans y, tal vez también por eso, rara vez tenía problemas al pasearse con el uniforme por allí. No por nada recurrían a ella cuando había algún problema en zonas como aquella.

Sin distraerse, la oni siguió a su compañero acompasando su ritmo. Eran dos grandes moles recorriendo las callejuelas, cada vez más lejos del centro de la ciudad, lo que en parte camuflaba la claramente distinguible presencial de ese duo. El olfateo del escualo parecía retumbar con un sonido que, más que molesto, resultaba extraño para la recluta. No es que entendiera demasiado sobre biología marina, pero le resultaba extraño que fuera precisamente el olfato el sentido que tuviera más desarrollado un gyojin. Quizá se debiera a que ella no podía respirar bajo el agua, pero evidentemente ellos no tenían ese problema.

No tardaron en llegar junto a lo que podría definirse como una bodega, aunque poco tenía que ver con el edificio que albergaba el negocio de Hans. La estructura debió quedar abandonada tiempo atrás. aunque ahora parecía que la vida rebosaba en su interior. Qué conveniente. Desde allí podían percibir perfectamente las voces que salían del interior; no eran pocos.

Se alarmó cuando notó la presencia del crío, al igual que Octojin, pero viendo cómo se desenvolvía con él prefirió no intervenir. Cuando los ojos del niño se posaron sobre ella, decidió dedicarle una sonrisa amable para intentar tranquilizarle, como apoyo a las palabras del gyojin. Se dio un par de toques con el índice sobre el uniforme para que se fijase en él. Poco después se marchó corriendo, tal y como le había indicado su compañero.

Estuvo a punto de reírse por la situación, pero se contuvo.

De entre todas las cosas del mundo, no esperaba que tuvieras mano con los niños —comentó con un tono casi burlón, volviendo su atención a la bodega en cuanto la sujetó de la chaqueta—. No, no veo a James. Quizá esté dentro.

Si el forastero destacaba por su fino olfato, ella lo hacía por su excelente vista. Aparte de los dos encapuchados que custodiaban la entrada de la bodega, de vez en cuando pasaba otra pareja de hombres no muy lejos. Lo hacían disimuladamente, pero a Camille no se le escapó el discreto gesto que intercambiaban entre ellos. Debían estar patrullando la zona para asegurarse de que no había nadie molesto cerca. «No hacen demasiado bien su trabajo, la verdad». Se los señaló al gyojin para que pudiera tenerlos en cuenta. El resto de ladrones debían estar dentro de la bodega.

Una vez se alejaron, la oni miró a su compañero de reojo con una ceja alzada.

¿Me has visto cara de oficial o es que crees genuinamente que mi fortaleza es el sigilo? —inquirió, tras lo que sus labios se tornaron en una sonrisa cómplice—. Quizá con más gente, pero entre tú y yo: no creo que tengamos muchas más opciones.

Tras esto salió de su escondrijo apresuradamente, acercando la mano a la empuñadura de su odachi mientras cargaba hacia el frente. Ni siquiera se planteó si el gyojin iría detrás de ella, simplemente siguió su instinto. Los hombres que guardaban la entrada debieron pensar lo mismo. Uno de los dos gritó para avisar a los de dentro y pudo escucharse como, quizá por los nervios o la sorpresa, una botella se estrellaba contra el suelo en el interior de la bodega. Ambos vigilantes echaron mano a pequeñas pero afiladas dagas que guardaban bajo sus harapos. Camille sacó su arma del cinto, aún en su vaina.

¡Yo no haría eso!

Sus palabras salieron como un rugido al tiempo que trazaba un amplio arco con la espada. La vaina golpeó a los rufianes y hasta pareció arrastrarlos en su trayectoria, presa de la inmensa fuerza que se gastaba la oni. Más por el impulso que por pretenderlo, cruzó el umbral de la puerta y se adentró temerariamente en la sala principal de la bodega. Esperándola se encontraban una docena de hombres armados rudimentariamente. Había cuchillos, espadas cortas y algún hacha, lo que habría complicado inmensamente la situación de haber ido sola. Por suerte no era el caso.

Preferiría que os rindierais y soltarais las armas —empezó, viendo al momento cómo se aferraban a ellas, preparados para atacar—, pero me da en la nariz que no vamos a llegar a ningún acuerdo. Una lástima.

—Habría sido mejor que no te entrometieras, imbécil —gruñó uno de ellos, aunque tampoco se acercó. Igual la diferencia de estatura tenía algo que ver.

Los ojos de Camille analizaron la sala, topándose con un James sentado contra la pared del fondo de la sala y repleto de magulladuras. Parecía que no estaba muy consciente, por lo que a todos los efectos sonaba a que le habían dado una paliza. Frunció el ceño y clavó su mirada roja como la sangre en el canijo que había hablado.

¿Eso crees? —Notó cómo el suelo retumbaba a su espalda con cada paso de quien acababa de entrar. Sonrió con burla—. A mí me parece que vais a desear no haberle robado a Hans. Le habéis jodido la comilona a mi nuevo amigo.

Señaló hacia su espalda con el pulgar mientras veía cómo todos retrocedían unos pocos pasos, reacios a bajar las armas. Parecía que no se iban a librar del baile.
#7
Octojin
El terror blanco
El tiburón escuchó con cierta alegría lo que la oni le comentaba. Parecía ser que no era una experta en cuanto al arte de la estrategia en el campo de batalla, y a juzgar por sus palabras, también era de la vieja escuela. Y eso era una excelente noticia. Octojin no podría prometer ser un buen peón que se mueve según le dictan. Quizá pudiera serlo un par de turnos, pero finalmente se acabaría revelando en cuanto viese una ficha que comer, aunque aquello pudiera acabar en catástrofe.

Camille también hizo mención a que los hombres eran bastante despistados. Quizá novatos, quizá simplemente no olían el peligro. La cuestión es que su nueva compañera había visto ciertos patrones erráticos en sus vigilancias. Y aquello obviamente era una buena noticia para ellos. El ser del mar asintió sin terminar de ver el error en el patrón de vigilancia, e intentó descifrar algo que les aportase valor sin mucho éxito.

Antes que se diera cuenta, la marine salió de entre los matorrales de manera enérgica, con un único objetivo en mente; entrar en la que  parecía ser la bodega donde se encontraban los alcoholes robados. 

Al escualo le costó unos segundos asimilar lo que estaba pasando. Estaba colaborando con una marine e intentando recuperar un bien robado simplemente porque le había pillado allí. Curiosa manera de comenzar una aventura.

El gyojin se incorporó y miró en dirección a la puerta trasera. Sospechosamente allí parecía haber más vigilancia, así que se preparó y salió a toda velocidad hacia la puerta principal. Por el camino escuchó algunos ruidos y varios gritos, pero los ignoró y prosiguió su camino.

Octojin emergió de las sombras detrás de Camille, su presencia imponente llenó la bodega con una tensión palpable. Los rufianes, que ya estaban alerta por la irrupción de la oni, se congelaron momentáneamente al ver la figura del gyojin. Sus ojos amarillentos brillaban con una mezcla de determinación y salvajismo, reflejando la ferocidad de un depredador que ha encontrado a su presa. Su mandíbula, armada con una fila de dientes afilados como cuchillas, se tensó mientras observaba a la multitud de hombres armados que se encontraban frente a él.

La luz parpadeante de las lámparas de aceite apenas podía penetrar la penumbra de la bodega, pero era suficiente para que todos los presentes vieran con claridad el terrorífico aspecto de Octojin. Sus brazos musculosos y sus aletas dorsales se erguían amenazadoramente, cada movimiento suyo exudaba fuerza y peligro. Su piel, recubierta de escamas azules y negras, parecía aún más oscura bajo la luz tenue, dándole un aspecto casi fantasmal, como una criatura surgida de las profundidades del océano para llevarse a los desprevenidos.

El primero de los bandidos, un hombre robusto con una espada corta en la mano, gritó un intento desesperado de valentía antes de lanzarse hacia Octojin. El gyojin lo vio venir y, con un movimiento casi perezoso, levantó su brazo derecho. La velocidad de su contragolpe fue abrumadora; el puño de Octojin se estrelló contra el pecho del hombre con la fuerza de una ola golpeando un acantilado. El bandido salió despedido hacia atrás, estrellándose contra la pared de la bodega, donde cayó inerte.

El impacto del primer golpe fue como una señal para el resto de los presentes. Se desató el caos en la sala. Los bandidos cargaron contra Octojin y Camille con una mezcla de furia y desesperación, sabiendo que su única opción era superar a estos intrusos con pura fuerza de números. Las armas centelleaban en la penumbra mientras se acercaban, pero Octojin no retrocedió ni un paso. Su naturaleza de guerrero, forjada tanto por la supervivencia como por el odio hacia los humanos, lo empujó a enfrentar la tormenta de acero y gritos.

El primer grupo que se le acercó se encontró con una furia indomable. Octojin lanzó un golpe hacia abajo con su puño izquierdo, impactando la cabeza de uno de los bandidos que intentaba acuchillarlo desde un ángulo bajo. El cráneo del hombre se hundió con un crujido nauseabundo, y su cuerpo se desplomó al instante.
Simultáneamente, Octojin giró sobre sus talones y utilizó su cola, recubierta de escamas duras como la piedra, para barrer a dos hombres más que se acercaban por su derecha. Ambos cayeron al suelo con gemidos de dolor, tratando de levantarse mientras sus armas volaban fuera de su alcance.

Pero no todo fue a favor del gyojin. En medio del torbellino de violencia, una espada se deslizó bajo su guardia, abriéndose paso en su costado. La hoja corta penetró la carne escamosa de Octojin, provocándole un gruñido de dolor. Sin embargo, lejos de disuadirlo, la herida solo sirvió para despertar una ira más profunda en su interior. Con un movimiento rápido, atrapó al hombre que lo había herido por el brazo, rompiéndoselo con un solo apretón antes de lanzarlo a un lado como si fuera un muñeco de trapo.

Las armas continuaban lloviendo sobre
Octojin. Una cuchillada le alcanzó el hombro, otra rozó su mejilla, abriendo un corte que dejó un rastro de sangre roja que contrastaba vivamente con su piel blanca.

Sentía el ardor de cada herida, pero su furia lo mantenía en movimiento, ignorando el dolor. Respondía a cada golpe con una fuerza que parecía inhumana, derribando a uno tras otro de sus atacantes. Pero por cada hombre que caía, otro tomaba su lugar, y el número de enemigos empezaba a abrumarlo. El tiburón ya se había acostumbrado al sonido de gente bajando escaleras, pero lo cierto era que aquello no dejaba de ocurrir.

Un bandido, más astuto que los demás, logró colocarse detrás de Octojin y le lanzó una cadena que se enroscó alrededor de su cuello. Con una fuerza desesperada, comenzó a tirar, intentando estrangular al gyojin. Octojin sintió la presión en su tráquea, el aire se le escapaba mientras sus pulmones pedían a gritos oxígeno. Sus músculos se tensaron mientras luchaba por liberarse, pero la cadena estaba firmemente sujeta. Los otros bandidos aprovecharon su momentánea debilidad para abalanzarse sobre él, golpeándolo con lo que tenían a mano: cuchillos, porras, incluso un taburete improvisado como arma.

Con cada golpe, la furia de Octojin crecía.
Sabía que no podía permitirse caer allí, no después de haber aceptado la petición de Camille. Su honor y su orgullo como gyojin, dependía de ello. Con un rugido gutural que resonó por toda la bodega, tiró hacia atrás con toda su fuerza, levantando al hombre que lo estaba estrangulando y lanzándolo por encima de su cabeza. La cadena se aflojó y Octojin tomó una bocanada de aire mientras el cuerpo del bandido aterrizaba pesadamente contra el suelo.

Libre de la cadena, Octojin se giró con furia renovada a la par que sus ojos brillaban con una mezcla de rabia y determinación. Golpeó con su puño cerrado a otro bandido que se acercaba —y que juraría haber golpeado anteriormente—, haciéndolo retroceder varios metros antes de chocar contra un montón de barriles. Sin embargo, la embestida continua no le dio respiro. Tomó a un bandido cercano caído por el cuello y lo levantó del suelo, utilizándolo como un escudo improvisado mientras avanzaba hacia el siguiente grupo.

El ritmo de la batalla se intensificó. Los bandidos, al darse cuenta de que el gyojin no iba a caer tan fácilmente, comenzaron a coordinarse mejor, atacando en grupo y no individualmente, ya que así podrían atacar desde varios ángulos. Octojin sentía cómo el cansancio empezaba a instalarse en sus músculos, pero no podía permitirse ceder. Con un esfuerzo titánico, continuó defendiéndose, donde cada golpe suyo resonaba como un trueno, pero las heridas acumuladas y el incesante ataque lo estaban empujando al límite.

Varios bandidos aún en pie lo rodearon en un círculo apretado, sus rostros estaban marcados por una mezcla de miedo y determinación.
Todos sabían que la bestia frente a ellos estaba herida, pero también que aún podía destrozarlos si no actuaban con cuidado.

Octojin respiraba con dificultad, su pecho subiendo y bajando mientras la sangre brotaba de sus múltiples heridas. Sentía el dolor en cada fibra de su ser, pero su espíritu combativo aún no se había apagado.

El líder de los bandidos, un hombre de aspecto rudo con una cicatriz que le cruzaba la cara, dio un paso al frente, señalando al gyojin con una espada manchada de sangre.

—Esto termina aquí, monstruo —gruñó, su voz estaba cargada de una amenaza que intentaba ocultar su propio miedo—. No vas a salir de esta bodega con vida.

Octojin lo miró fijamente, destellando sus ojos una mezcla de desafío y desprecio. Sabía que estaba en desventaja, rodeado y herido, pero el gyojin no conocía el significado de la rendición. Estaba preparado para luchar hasta su último aliento, para llevarse consigo a tantos de estos malditos humanos como fuera posible
antes de caer. Sin embargo algo le llamó la atención. La sangre en la espada del bocazas. ¿Acaso era de Camille? Lo cierto es que no tenía tiempo de observar si la marine había caído, estaba contra las cuerdas o iba sobrada.

Con un último rugido que resonó en las paredes de la bodega, Octojin se preparó para lanzarse hacia adelante, sin embargo su pierna izquierda cedió, y tuvo que abortar el movimiento. Sus rivales pronto se dieron cuenta y se lanzaron al ataque.

El tiburón maldijo lo que había ocurrido y fijó ambas piernas doblándolas ligeramente, preparándose para un posible impacto. Aquello no pintaba demasiado bien.
#8
Camille Montpellier
El Bastión de Rostock
Pudo notar rápidamente cómo cambiaba la expresión en los rostros de los ladrones. No podía juzgarles: no se veía a un gyojin por esos lares todos los días, menos aún uno de semejante tamaño. Sin embargo, pese a la impresión y lo intimidante que ambas figuras pudieran resultarles, no tardaron en envalentonarse al no ver más salida que un buen intercambio de golpes y puñaladas.

De un momento a otro, el escualo y la oni se vieron envueltos en un torbellino de puñetazos, tajos, intentos de apuñalamiento y hasta claras intenciones de propinar algún mordisco. Los primeros segundos se sucedieron con rapidez, formándose un ruidoso caos que no pasaría inadvertido. Por suerte para Camille, la bodega era lo suficientemente espaciosa y alta como para que moverse por ella no supusiera un impedimento a la hora de defenderse. Lo que complicaría las cosas no sería el entorno, sino la abrumante superioridad numérica que, quizá, no esperaban. ¿De dónde había salido tanta gente? ¿Es que estaban todos escondidos en la planta de arriba? No teniendo tiempo para aquellos pensamientos, le propinó una contundente patada frontal al primer bandido que se lanzó hacia ella, derribándole casi sin esfuerzo y empujando con él al que iba justo detrás.

No tardó en tener que usar la odachi que, al estar envainada, se convirtió en una suerte de garrote. Quizá no fuera tan pesada, pero con la fuerza que la blandía la oni dudaba que aquellos hombrecillos fueran a notar la diferencia. Su intención en un primer momento era usar daño no letal, aunque esto se truncó en los primeros segundos de combate, justo cuando Octojin le aplastó el cráneo a uno de los ladrones con tan solo la fuerza de su puño. Esto provocó que, al ver un peligro de muerte real, el grupo combatiera con toda la ferocidad que albergaban en su interior. Dándose cuenta de que no podría reducir a tanta gente, no le quedó más remedio que desenvainar la espada y tomarse aquella pelea como lo que era: una incursión en toda regla.

Putos imbéciles —masculló Camille justo antes de trazar un arco con su arma, tan fuerte y amplio que alcanzó a tres hombres a la vez.

Le faltó tiempo para darse el lujo de mirar si les había herido de muerte o si había alguna posibilidad de que un médico pudiera salvarles la vida. Ya se preocuparía por los heridos si lograban salir de allí enteros, una posibilidad que le resultaba cada vez más remota. «Quizá tendríamos que haber pedido refuerzos».

La primera vez que lograron alcanzarla fue con lo que intuyó que era una pala, la cual golpeó su espalda con un sonoro ruido metálico que le sacó un gruñido. Intuyó que estaban apuntando a su cabeza, pero por suerte el ataque se había quedado corto. Se giró y soltó un revés casi por inercia, propinándole un poderoso bofetón con el dorso de la mano izquierda al guerrero de los hoyos, quien cayó desplomado al suelo tras un sonoro y desagradable «clac». Camille se estremeció, pero siguió lanzando tajos a diestro y siniestro junto con algún que otro golpe, intentando sacarse de encima a cuantos pudiera. Tan abrumada estaba por la cantidad de enemigos que apenas pudo fijarse por el rabillo del ojo en la situación de su compañero.

Si uno de los dos se había convertido en un objetivo prioritario de los bandidos, ese era Octojin. Le habían identificado como la amenaza principal, así que gran parte de los criminales se estaban centrando en lidiar con él. Lógico, ya que dejarlo campar a sus anchas mientras soltaba hostias aquí y allá no parecía una idea muy prudente. A su alrededor podían verse multitud de personas tiradas por el suelo, algunas magulladas y malheridas, otras presumiblemente muertas, pero parecía que el cansancio iba haciendo mella en él poco a poco.

Una daga se deslizó rápidamente sobre su muslo, lo que hizo que sisease al notar el frío y afilado metal abriéndose paso en su piel. El corte no fue tan profundo como para convertirse en una herida preocupante, pero sí lo suficientemente doloroso como para hacerla cojear. Golpeó en los morros con la empuñadura de su odachi al culpable y notó cómo la sangre le salpicaba en la cara.

¡Mierda! —masculló al apoyar el peso sobre esa pierna y notar que cedía un poco.

Aprovechando aquello, otros tres bandidos se lanzaron contra ella y trataron de derribarla, cosa que estuvieron a punto de conseguir. Por suerte, no eran tan fuertes como para imponerse ante ella y logró zafarse con un empujón. Antes de que tuvieran tiempo de ponerse en pie trazó un nuevo arco con la odachi que segó un par de piernas. La bodega se inundó con los chillidos de dolor.

A más avanzaba la pelea, menos consciente era Camille de lo que se sucedía a su alrededor. El sonido se fue embotando hasta convertirse en un amasijo de ruidos que no escuchaba con claridad, como cuando te sumerges bajo el agua y alguien intenta hablar contigo. Su mirada iba y venía en todas direcciones, buscando únicamente dos cosas: ataques dirigidos hacia ella y nuevos objetivos que neutralizar. Cada movimiento que hacía era menos reflexivo que el anterior, llegando un punto en el que prácticamente actuaba por puro instinto, viendo todo a su alrededor con un tono rojizo que se iba intensificando segundo a segundo.

Escuchar la maldición de su compañero fue lo único que la sacó de aquella suerte de trance en que se estaba sumiendo, fijando su mirada en el hombre armado que había hecho acto de presencia. Parecían dispuestos a terminar con Octojin en ese mismo instante, después iría ella. Estaba mucho más hecho polvo que la oni, eso quedaba claro a simple vista. ¿El problema? Que no podría recorrer la distancia que le separaba de él antes de que se le abalanzasen encima; no con la pierna así.

Buscó a su alrededor y dio con una mesa a apenas un par de metros de donde estaba. Casi resultaba sorprendente que nadie hubiera caído sobre ella todavía, probablemente rompiéndola. Dio un par de zancadas, ahogando la molestia de su pierna herida con un gutural gruñido. Estiró la mano y aferró el voluminoso mueble, girando sobre sus pies para coger inercia al tiempo que tiraba. No necesitaba ser precisa: el tamaño de su improvisado proyectil bastaba para valerse por sí mismo. En apenas un parpadeo lo lanzó como quien juega con una pelota, proyectándolo contra el líder de los bandidos y los subordinados que tenía junto a él. La mesa los alcanzó de lleno, derribándolos.

Masculló una maldición en voz baja. La maniobra le obligó a apoyar parte de su peso en la pierna del corte, lo que hizo que esta cediera y se viera en la necesidad de usar la odachi a modo de bastón, clavando la rodilla en el suelo para no caerse del todo. En el proceso se fijó en que el cabecilla, al cual había tirado al suelo tras el impacto de la mesa, se estaba poniendo en pie. Ese tío sería un hueso duro de roer.

Al menos habían dejado de llegarles refuerzos desde arriba y en la bodega no quedaban muchos bandidos en pie. Quizá salieran con vida de allí y todo.
#9
Octojin
El terror blanco
El olor a sal y sudor impregnaba el aire en la bodega mientras Octojin y Camille luchaban por mantenerse en pie. El suelo estaba sembrado de cuerpos, algunos inmóviles, otros retorciéndose de dolor. Octojin, con su enorme y musculoso cuerpo cubierto de cortes y magulladuras, se tambaleaba, sintiendo que cada respiración era una batalla contra la fatiga. Sus puños, normalmente firmes y poderosos, ahora temblaban ligeramente, agotados por la frenética violencia de los últimos minutos. Sabía que no podía ceder, no ahora. Su vida, y la de Camille, dependían de ello.

El tiburón observó cómo Camille lanzaba la mesa con una fuerza impresionante, derribando a varios de los atacantes, incluido el cabecilla. Un destello de admiración cruzó por su mente antes de que la realidad de la situación lo golpeara nuevamente. Estaban rodeados, agotados, y aunque habían diezmado a muchos de sus enemigos, aún quedaban suficientes para que la amenaza fuera real.

El líder de los bandidos, un hombre corpulento con cicatrices que contaban historias de innumerables batallas, se levantó lentamente. Su mirada se encontró con la de Octojin, y en esos ojos fríos y calculadores, el gyojin vio la determinación de alguien que no dejaría que un par de intrusos arruinaran su operación. El cabecilla desenfundó una espada larga, una hoja que reflejaba la tenue luz de la bodega y que parecía tan afilada como el filo de la muerte misma.

Octojin apretó los dientes y preparó sus puños. La adrenalina seguía bombeando por su cuerpo, manteniéndolo en movimiento a pesar del agotamiento que sentía en cada fibra de su ser. El cabecilla avanzó, haciendo que sus pasos resonaran en la bodega mientras los pocos bandidos restantes fijaban su mirada y corrían hacia la oni, lo cual le daba espacio para batirse en duelo contra el gyojin.

Camille, todavía en el suelo apoyada en su odachi, gritó una advertencia, pero Octojin ya estaba en movimiento. Con un rugido que sacudió las vigas de la bodega, cargó hacia el cabecilla, sus puños arremetiendo como arietes contra el aire. El primer golpe fue esquivado por el bandido, quien giró hábilmente y contraatacó con un corte descendente que Octojin apenas logró bloquear con su antebrazo izquierdo, sintiendo cómo la piel se abría bajo la presión del filo.

El dolor fue intenso, pero también fue un recordatorio de que seguía vivo, de que aún podía luchar. Ignorando el ardor en su brazo, Octojin lanzó un derechazo directo al pecho del cabecilla, quien esta vez no pudo esquivar completamente. El puño del gyojin se estrelló contra la coraza del bandido, enviándolo tambaleándose hacia atrás. Pero el líder era tan resistente como letal; se recuperó rápidamente y atacó de nuevo, esta vez con una serie de estocadas rápidas que forzaron a Octojin a retroceder.

El gyojin jadeaba, sus fuerzas menguando con cada segundo que pasaba. Las heridas en su cuerpo eran numerosas, y aunque no eran todas graves, el acumulado de daños y el agotamiento le estaban pasando factura. Sus golpes, aunque aún poderosos, ya no tenían la precisión y la rapidez de antes. Su cuerpo, acostumbrado a la dureza del mar y las batallas, estaba llegando a su límite.

El cabecilla, notando el cansancio en Octojin, sonrió con malicia. Sus movimientos se volvieron más agresivos y sus ataques más precisos. Estaba jugando con él, desgastándolo poco a poco, sabiendo que si lograba mantener la presión, eventualmente el gyojin caería. Y cuando eso sucediera, no habría nadie que pudiera proteger a la oni que estaba casi inmovilizada debido al agotamiento de la batalla.

Octojin lo sabía. Podía ver el juego del cabecilla, la táctica de desgaste que estaba utilizando. Pero también sabía que no tenía mucho más en el tanque. Cada vez que bloqueaba o esquivaba un golpe, sentía cómo sus reflejos se volvían más lentos, cómo el dolor en su cuerpo se volvía más agudo. Necesitaba terminar con esto, y rápido.

Entonces el ser del mar dio un paso atrás y notó cómo aquella música se volvía a apoderar de su cabeza. La melodía era repetitiva pero constante. Sus ojos tornaron un color rojizo y el olor a sangre le dió esa gota de combustible que necesitaba.

Con una última reserva de energía, Octojin lanzó un ataque desesperado. Fingió un golpe directo al pecho del cabecilla, pero en el último segundo cambió de dirección, girando sobre sus talones y lanzando un codazo hacia la mandíbula del bandido. El movimiento fue inesperado, y el cabecilla no tuvo tiempo de reaccionar. El codo de Octojin conectó con un crujido sordo, y el bandido tropezó hacia atrás, tambaleándose, desorientado.

Fue la oportunidad que Octojin necesitaba. Con un rugido de determinación, avanzó, levantando ambos puños y descargando un golpe demoledor sobre el cabecilla, que cayó de espaldas al suelo, la espada salió volando de su mano. El impacto resonó en la bodega, y por un momento, todo quedó en silencio.

El gyojin se quedó allí, respirando con dificultad, observando al cabecilla inconsciente a sus pies. Había ganado, pero… ¿a qué precio? Sabía que si hubiera durado unos minutos más, no habría tenido fuerzas para continuar. 

Octojin giró su cabeza lentamente hacia Camille, su mirada era cansada pero firme. Intentó esbozar una sonrisa, pero el dolor lo traicionó y solo logró una mueca. Sus piernas dijeron basta, cayendo el tiburón de rodillas al suelo.

— Solo necesito... un momento... para recuperar el aliento —susurró entre jadeos.

Octojin asintió débilmente, aunque sabía que moverse sería un calvario. Cada músculo de su cuerpo dolía, cada herida ardía como el infierno. Pero no podía permitirse el lujo de ceder al dolor. Con un esfuerzo monumental, se enderezó, usando una de las paredes como apoyo. Sus músculos aún estaban calientes de la batalla. Sabía que si no se movía ya, se enfriarían y no podría hacerlo.

El habitante del mar no sabía en qué estado se encontraba la oni, pero empezó a moverse hacia la salida de la bodega con gran dificultad, sus pasos eran pesados y lentos. Cada metro que avanzaban parecía un kilómetro, y el dolor en sus cuerpos se hacía más intenso con cada movimiento. Mientras avanzaba, Octojin no pudo evitar sentir una punzada de culpa. Había intentado ser el fuerte, el protector, pero Camille había sido quien lo había salvado. Quería decir algo, hacerle saber que no era tan débil como parecía en ese momento, pero las palabras se atascaban en su garganta, ahogadas por la fatiga y el dolor.

También quedaba el tema del trabajador de la bodega. ¿Cómo iban a llevarle?
#10
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