Hay rumores sobre…
... que en cierta isla del East Blue, hubo hasta hace poco tiempo un reino muy prospero y poderoso, pero que desapareció de la faz de la tierra en apenas un día.
[Aventura] [T-1-AU]La Mascarada de los Espejos Rotos
Terence Blackmore
Enigma del East Blue

20 del Verano de 723

Las invitaciones para la Mascarada de los Espejos Rotos son tan elusivas como la propia velada. Cuando finalmente una llegó a mis manos, supe que era el preludio de una de esas noches en las que los destinos se entrelazan y las máscaras de la sociedad caen, al menos ante aquellos lo suficientemente astutos para ver más allá. La tarjeta era un simple pedazo de cartulina negra con letras doradas grabadas en una caligrafía que denotaba elegancia y poder. Pero la verdadera invitación estaba en lo que no decía, en lo que insinuaba entre líneas, y en la exclusividad del evento. Aquellos que asistían a la Mascarada sabían que no solo se trataba de un baile o una fiesta de la alta sociedad, sino de un escenario donde los verdaderos jugadores de poder convergían bajo el amparo de la noche.

Mi traje, cuidadosamente escogido, era de un negro profundo sin apenas decoración, que absorbía la luz y a su vez, contrastaba con la máscara que llevaba: una pieza plateada completa con fragmentos rotos en el vértice superior que reflejaban apenas destellos en las esquinas. En la superficie, una simple elección estética. En la realidad, una representación del juego en el que estaba a punto de participar, donde todo era una ilusión y las piezas del espejo mostraban solo partes de la verdad, nunca el todo. Una suerte de doble moral y un símbolo que generara interés y cierto miedo de cara al futuro.

La mansión donde se celebraba la Mascarada se erguía como un monumento de tiempos pasados. Su fachada, deteriorada por los años, contaba historias de intriga y decadencia y debía de ser una de las pocas viviendas opulentas que se encontraban en el Pueblo de Rostock, aunque no en su centro, sino entre las afueras. 
Mientras ascendía por la escalera principal, cubierta por una alfombra de terciopelo rojo oscuro, podía sentir el peso de la historia sobre mis hombros. Aquí, en este lugar, habían ocurrido cosas que nunca serían contadas en libros. Las paredes, cargadas de silencio y secretos, habían presenciado tratos oscuros, pactos sellados en la penumbra y traiciones disfrazadas de sonrisas.

La gran sala donde se congregaban los invitados estaba llena de espejos rotos, cada uno colgado en ángulos calculados para distorsionar las figuras de los presentes. La luz, tenue y sugerente, proyectaba sombras alargadas que parecían deslizarse por las paredes. Cada máscara era una obra de arte, diseñada para ocultar tanto como para revelar. Aquí, los rostros no importaban; solo las acciones, los susurros y los movimientos estratégicos contaban. En este lugar, las apariencias eran simplemente la primera capa de una compleja danza de poder.

Mientras me movía entre los invitados, noté la tensión en el aire propia de un evento de tamaña envergadura. Todos estaban expectantes. La noche prometía más que simples interacciones sociales, sino más bien algo más mudo. El verdadero atractivo de la Mascarada no era el baile ni las conversaciones triviales. No, todos estaban allí por un propósito oculto, algo que aún no había sido revelado, pero cuya presencia se podía sentir como una nota aguda en una melodía perfectamente orquestada.

Teniendo en cuenta el leitmotiv que me persigue, era cierto que las personas solo son llaves que abren una parte de nosotros mismos, y esta noche, entre estas máscaras y espejos, esas puertas se abrirían, revelando lo que cada uno de nosotros realmente era, lo que realmente deseaba. Y, por supuesto, lo que estaba dispuesto a hacer para conseguirlo.

El centro de atención de la velada no tardó en hacerse evidente. Una subasta silenciosa, pero cargada de significado, iba a tener lugar. El objeto en cuestión no era una joya ni un artefacto mítico de gran poder, como algunos podrían haber imaginado. En su lugar, lo que se ofrecía era una simple pieza de arte: un cuadro. Al menos, eso parecía a primera vista.

El cuadro, que había sido colgado en el centro de la sala, rodeado de espejos rotos que lo reflejaban desde ángulos imposibles, mostraba una escena perturbadora: un paisaje desolado, donde las sombras de figuras humanas se entrelazaban con las ruinas de un mundo que alguna vez fue grandioso. Los trazos eran toscos pero llenos de emoción, como si el pintor hubiera tratado de capturar la esencia de la desesperanza en cada pincelada. Sin embargo, lo que realmente hacía que esta pieza fuera digna de atención no era la técnica, sino lo que se decía sobre ella.

Rumores circulaban en susurros entre los asistentes. Decían que el cuadro había sido pintado por un artista desconocido, cuya obra estaba maldita. Se contaba que quienes lo poseían sufrían desgracias inexplicables. Pero había algo más, algo que despertaba la codicia de aquellos que sabían cómo mirar más allá de las supersticiones. Se decía que escondía un mensaje, un mapa hacia una fortuna perdida, o quizá la clave para acceder a secretos que muchos matarían por obtener.
Como auténtico mecenas del arte prohibido y un buscador de cultura oscura, no pude evitar fijarme en la pieza.

Me acerqué al cuadro, estudiando los detalles mientras las voces se desvanecían a mi alrededor. El mundo a mi alrededor se fue diluyendo en una serie de imágenes y sonidos indistintos, como si todo se moviera en cámara lenta. Mis ojos recorrieron los detalles, los ángulos de las ruinas, las sombras, los matices de color que parecían ocultar algo bajo la superficie. Ciertamente era una obra de gran virtuosismo y con un innegable estudio de la figura humana integrada en un escenario de puro caos. Estas siluetas humanoides se enredaban y estiraban entre sí como si de un dantesco escenario se tratase, mostrando lo que a claras luces arrojaba un mensaje claro. El infierno del ser humano es él mismo. Era una historia casi autobiográfica.

El poder estaba oculto en lo mundano, en lo que otros podrían descartar como simple arte. Sabía que había algo más, pero ante las atentas miradas de gente que solo portaba el dinero como símbolo de estatus y no de poder, no era capaz de analizarlo con el gusto que hubiera querido.

La subasta comenzó, y las pujas se hicieron en silencio, con gestos sutiles y miradas que decían más que las palabras. Observé a mis rivales, cada uno de ellos una pieza en el juego, pero no saben que tan solo deben subordinarse ante el rey. Cada movimiento, cada cambio en la expresión, revelaba algo sobre sus intenciones. Era un juego de paciencia, de espera, de cálculo.

Mis pensamientos se mezclaban con la música suave que flotaba en el aire, una melodía melancólica que parecía resonar con el ambiente cargado de la sala. La música era una constante, como el latido de un corazón que mantenía el ritmo de la velada. Mientras las pujas continuaban, dejé que la música me guiara, mi mente moviéndose al compás de las notas, calculando el momento exacto para hacer mi jugada.

Finalmente, cuando las pujas comenzaron a disminuir y la tensión en la sala alcanzó su punto máximo, hice mi movimiento. Levanté la mano, indicando mi oferta, y sentí cómo las miradas se clavaban en mí. Sabía que estaba jugando con fuego, pero también sabía que era un riesgo calculado. En este juego, solo ganaban aquellos dispuestos a arriesgarlo todo, hasta su integridad.
Cuando la última oferta fue aceptada, sentí una extraña mezcla de triunfo y anticipación. El cuadro era mío. Pero sabía que no se trataba solo de un trofeo, sino de una pieza en un rompecabezas mucho más grande. La verdadera pregunta era: ¿qué haría con él ahora?

Los invitados comenzaron a dispersarse, y la atmósfera en la sala cambió. Ya no había tensión, sino una sensación de calma superficial similar al ojo de un huracán. La charada había terminado, pero el verdadero juego apenas comenzaba. Con el cuadro guardado en una madera protegida, me dirigí hacia la salida con él bajo el brazo, sintiendo cómo las miradas de los demás me seguían, llenas de preguntas no formuladas y sospechas no confirmadas, mientras bajo mi rostro argénteo el cual suplantaba a mi cara, una sonrisa se esbozaba.

Al salir al aire fresco de la noche, inhalé profundamente, dejando que el frío me despejara la mente, y mediante mi presteza y físico capaz, opté por desplazarme hacia uno de los tejados circundantes del costero pueblo. Las calles siempre son peligrosas cuando enfadas a algunos, y yo sabía que había ganado algo más que un simple cuadro. Había ganado una puerta hacia algo desconocido, algo que podría cambiar el curso de los acontecimientos, tanto para mí como para aquellos que compartían mi mundo de sombras y secretos.

Cambié mi apariencia, dejando atrás la mortaja del traje oscuro y quedé en camisa blanca de tirantes modestos que unían los pantalones, y finalmente lancé la máscara a la proximidad del mar, sin abandonar la relativa seguridad de la altitud que ahora mismo dominaba, dejando mi cabello oscuro danzar al vals de la noche.

El viaje de regreso fue un tiempo de reflexión. Me pregunté sobre la naturaleza del poder y cómo, en la mayoría de las ocasiones, estaba oculto en lo ordinario. Las personas, los objetos, las acciones aparentemente mundanas podían abrir caminos hacia dimensiones más profundas de influencia y control. Este cuadro era una de esas puertas, y yo había sido el único lo suficientemente perspicaz para reconocerlo.

Al llegar a mi estudio, encendí una lámpara que proyectaba una luz cálida y suave sobre el escritorio de madera oscura. Colgué el cuadro frente a mí, observándolo una vez más bajo esta nueva luz. Sus sombras parecían moverse, jugar con mi percepción. No era solo el arte lo que me intrigaba, sino lo que representaba. Sabía que dentro de esos trazos desolados se escondía algo más, algo que aún no había sido revelado.

Pasé horas observándolo, dejando que mi mente vagara por las posibilidades. Cada rincón de la pintura parecía contener una historia, una pista hacia algo más grande. Las figuras humanas, casi espectrales, parecían señalar direcciones ocultas, mientras las ruinas al fondo sugerían la existencia de algo enterrado bajo capas de historia.
Finalmente, encontré lo que buscaba. Un pequeño detalle, casi imperceptible para el ojo inexperto: una serie de marcas sutiles en una esquina del cuadro. No eran parte del paisaje, sino una adición posterior, ocultas bajo una capa de pintura que solo se revelaba bajo la luz adecuada. Al acercarme más, pude ver que las marcas formaban un patrón, un símbolo antiguo que reconocí vagamente. Era una clave, una señal hacia algo más profundo, algo que iba más allá de la simple posesión de una pieza de arte.

Me recosté en mi silla, sintiendo cómo una sonrisa se formaba lentamente en mis labios. Había ganado el cuadro, pero más importante aún, había ganado el acceso a lo que prometía. Las personas son llaves, y esta noche, yo había abierto una puerta que me llevaría a nuevas alturas, nuevas oportunidades y, por supuesto, nuevos desafíos.

En mi estudio, rodeado de la opulencia que solía utilizar para mis propios fines, decidí que no permitiría que tal pista se filtrara, e interfiriera en mi vida. 
Su promesa de poder no me atraía; más bien, me resultaba un pueril juego de niños que deciden camuflarse en las sombras pero que no comprende la exactitud de la verdadera voluntad regia del poder.

Con un gesto calculado y una calma impasible, encendí una antigua lámpara de aceite, observando cómo la llama danzaba con una precisión elegante. Vertí el aceite sobre el lienzo con una determinación fría, empapando cada trazo y cada sombra en una sustancia que pronto sería consumida por el fuego.

Encendí un fósforo y lo dejé caer sobre el lienzo. Las llamas se elevaron, devorando la pintura con voracidad. Mientras el cuadro se quemaba, sus colores y formas se distorsionaban en una danza final de llamas, consumiéndolo como una afrenta velada pero a la vez abierta a la supuesta superioridad de los miembros de aquel siniestro cónclave que me había acompañado esta noche, en forma de una sutil burla a su posición de poder, pero también resguardado en el anonimato de mi disfraz.

Con cada resplandor de las llamas, no solo destruía el cuadro, sino que afirmaba mi control absoluto. En ese momento, el fuego no solo arrasaba el lienzo; eliminaba cualquier vestigio de desafío futuro. Al final, observé las cenizas con una fría satisfacción, mientras sonreía con cierta sorna y me reía en un tono apenas audible pero no por ello carente de perversión.
#1


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