Nakai
Científico Loco
28-07-2024, 06:57 AM
Hacía tiempo que no zarpaba desde aquella isla, en donde con ayuda de la chatarra comencé a crear mi propio laboratorio secreto en una zona abandonada de la chatarrería.
Por las noches, me escabulliría dentro de la ciudad, bajo las luces de las farolas que iluminaban las calles a las altas horas de la noche. Avanzaba a toda prisa por los pisos empedrados, escondiéndome en los arbustos al antes de ser visto, protegiéndome detrás de farolas, debajo de los asientos y en las esquinas de las calles.
La suave brisa marina junto con el sereno de la noche hacían un clima fresco, el suelo yacía húmedo y el viento soplaba lo suficiente como para mecer las hojas de los árboles.
Mientras avanzaba, veía las ventanas de las casas. Cuando veía una ventana abierta, me escabullía, avanzando de cobertura en cobertura, esperando que nadie pasara y cuando alcanzaba la ventana me asomaba para ver que nadie estuviera despierto u observando. Cuando todo estaba preparado, corría dentro de la casa o habitación, robando los objetos de valor que estuvieran a mi alcance, los berry que estuvieran sueltos o a la vista y cualquier cosa que me sirviera para construir mi laboratorio.
Noche tras noche, el rumor de un hada que entraba para robar los objetos de las personas se hacía más popular, algunos pensando que se trataba sólo de algún mapache o animal cleptómano, mientras que otros podían asegurar que se trataba de un ladrón habilidoso o, incluso, de una banda de niños ladrones.
Unas agujas de oro de una enorme residencia, un dulcero de cristal y algunos cubiertos diminutos de plata me servían como equipo de laboratorio, y, en otras ocasiones, simples tazas y vasos de cerámica me servían para almacenar cosas. Todo dependía de la utilidad que le dieras.
Conforme avanzaba en las casas, hubo un momento en el que mi sentido de la aventura me llevó al puerto, en una zona donde un enorme barco de aspecto elegante comenzaba a cargar objetos pesados como cajas y barriles. Corriendo, me escabullí entre las cajas, evitando las miradas, hasta introducirme en una pequeña caja de madera que, tras un rato, sería levantada y cargada por los trabajadores del muelle.
Me encontraba entre ropa de mujer, vestidos elegantes y prendas varias, amortiguando los vaivenes de los movimientos de la caja al ser levantada y acomodada, con tosquedad como era propia de ellos.
Aguardé unos momentos, esperando a que hubiesen finalizado, cuando abrí lentamente la tapa de la caja, viendo los alrededores. Salté de la caja y corrí hacia otra próxima, esquivando miradas desde la oscuridad. En ese momento, mi refinada y puntiaguda nariz detectó un aroma delicioso, el de la carne, guiándome entre la zona de carga hasta un pasillo por donde algunas personas pasaban con charolas tapadas y carritos de platos.
Cuando nadie pasaba, por un breve momento, corrí hasta uno de los carros con platos sucios, esperando a que la gente no volviera a pasar, para entrar por una puerta. Era la cocina, específicamente la zona donde se entregaban platos sucios. Avanzando despacio, me colé detrás de una red de patatas, luego dentro del bote de basura y finalmente me adentré en la zona de las estufas. Los olores a carne eran deliciosos, lo suficiente como para que armara un plan.
El jefe de cocina, un hombre rechoncho de larga barba roja pareció detectarme, o al menos eso creyó, viendo hacia donde había avanzado. Cuando logró avanzar hacia donde yo estaba, sólo pudo notar los gabinetes de cocina entreabiertos. No podía mencionar que hubiera ratas, pero el mismo se encargaría de ello.
-Glen, encárgate de los pedidos. Yo tengo que atender algo- dijo el hombre con voz tosca y rasposa.
Tomó un cuchillo de carnicero y comenzó a revolver los trastes. Yo aún seguía ahí escondido, evadiendo la mano de aquel hombre que intentaba buscar el animal que creyó haber visto. Su cuchillo golpeaba y empujaba los trastes mientras buscaba. Salté al techo del gabinete y clavé mi bisturí en el techo, esperando a que perdiera interés, sin embargo, comenzó a acomodar cada uno de los trastes afuera.
Cuando logró distraerse un poco, salí corriendo hacia las verduras, cuando el cuchillo de cocina aterrizó cerca a una lechuga.
Corrí hacia la alacena en donde guardaban los sacos de verdura. Aquel sujeto recogió su cuchillo y se lanzó en mi búsqueda. Nadamás entrar, encendió la luz y comenzó a mover los costales. Yo, en las repisas superiores, dejé caer sobre él los condimenteros, generando una nube de paprika, orégano, comino, ajo en polvo y otras especias. La lluvia de condimentos cubrió mi escape, desatando los costales de patatas, tomates y calabacines, haciéndolo resbalar.
[En construcción]
Por las noches, me escabulliría dentro de la ciudad, bajo las luces de las farolas que iluminaban las calles a las altas horas de la noche. Avanzaba a toda prisa por los pisos empedrados, escondiéndome en los arbustos al antes de ser visto, protegiéndome detrás de farolas, debajo de los asientos y en las esquinas de las calles.
La suave brisa marina junto con el sereno de la noche hacían un clima fresco, el suelo yacía húmedo y el viento soplaba lo suficiente como para mecer las hojas de los árboles.
Mientras avanzaba, veía las ventanas de las casas. Cuando veía una ventana abierta, me escabullía, avanzando de cobertura en cobertura, esperando que nadie pasara y cuando alcanzaba la ventana me asomaba para ver que nadie estuviera despierto u observando. Cuando todo estaba preparado, corría dentro de la casa o habitación, robando los objetos de valor que estuvieran a mi alcance, los berry que estuvieran sueltos o a la vista y cualquier cosa que me sirviera para construir mi laboratorio.
Noche tras noche, el rumor de un hada que entraba para robar los objetos de las personas se hacía más popular, algunos pensando que se trataba sólo de algún mapache o animal cleptómano, mientras que otros podían asegurar que se trataba de un ladrón habilidoso o, incluso, de una banda de niños ladrones.
Unas agujas de oro de una enorme residencia, un dulcero de cristal y algunos cubiertos diminutos de plata me servían como equipo de laboratorio, y, en otras ocasiones, simples tazas y vasos de cerámica me servían para almacenar cosas. Todo dependía de la utilidad que le dieras.
Conforme avanzaba en las casas, hubo un momento en el que mi sentido de la aventura me llevó al puerto, en una zona donde un enorme barco de aspecto elegante comenzaba a cargar objetos pesados como cajas y barriles. Corriendo, me escabullí entre las cajas, evitando las miradas, hasta introducirme en una pequeña caja de madera que, tras un rato, sería levantada y cargada por los trabajadores del muelle.
Me encontraba entre ropa de mujer, vestidos elegantes y prendas varias, amortiguando los vaivenes de los movimientos de la caja al ser levantada y acomodada, con tosquedad como era propia de ellos.
Aguardé unos momentos, esperando a que hubiesen finalizado, cuando abrí lentamente la tapa de la caja, viendo los alrededores. Salté de la caja y corrí hacia otra próxima, esquivando miradas desde la oscuridad. En ese momento, mi refinada y puntiaguda nariz detectó un aroma delicioso, el de la carne, guiándome entre la zona de carga hasta un pasillo por donde algunas personas pasaban con charolas tapadas y carritos de platos.
Cuando nadie pasaba, por un breve momento, corrí hasta uno de los carros con platos sucios, esperando a que la gente no volviera a pasar, para entrar por una puerta. Era la cocina, específicamente la zona donde se entregaban platos sucios. Avanzando despacio, me colé detrás de una red de patatas, luego dentro del bote de basura y finalmente me adentré en la zona de las estufas. Los olores a carne eran deliciosos, lo suficiente como para que armara un plan.
El jefe de cocina, un hombre rechoncho de larga barba roja pareció detectarme, o al menos eso creyó, viendo hacia donde había avanzado. Cuando logró avanzar hacia donde yo estaba, sólo pudo notar los gabinetes de cocina entreabiertos. No podía mencionar que hubiera ratas, pero el mismo se encargaría de ello.
-Glen, encárgate de los pedidos. Yo tengo que atender algo- dijo el hombre con voz tosca y rasposa.
Tomó un cuchillo de carnicero y comenzó a revolver los trastes. Yo aún seguía ahí escondido, evadiendo la mano de aquel hombre que intentaba buscar el animal que creyó haber visto. Su cuchillo golpeaba y empujaba los trastes mientras buscaba. Salté al techo del gabinete y clavé mi bisturí en el techo, esperando a que perdiera interés, sin embargo, comenzó a acomodar cada uno de los trastes afuera.
Cuando logró distraerse un poco, salí corriendo hacia las verduras, cuando el cuchillo de cocina aterrizó cerca a una lechuga.
Corrí hacia la alacena en donde guardaban los sacos de verdura. Aquel sujeto recogió su cuchillo y se lanzó en mi búsqueda. Nadamás entrar, encendió la luz y comenzó a mover los costales. Yo, en las repisas superiores, dejé caer sobre él los condimenteros, generando una nube de paprika, orégano, comino, ajo en polvo y otras especias. La lluvia de condimentos cubrió mi escape, desatando los costales de patatas, tomates y calabacines, haciéndolo resbalar.
[En construcción]