¿Sabías que…?
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[Diario] Sinfonía de Ambición y Bruma
Terence Blackmore
Enigma del East Blue
Isla de Rostock - Madrugada del 20 de Verano

El viento que sopla en la costa de la isla pesquera es tan implacable como el mar que la rodea, erosionando las rocas y golpeando sin descanso las embarcaciones que se atreven a aventurarse en sus aguas. Es un lugar que parece existir en el borde del mundo, alejado de todo, un refugio perfecto para aquellos que buscan escapar o para quienes, como yo, necesitan un espacio apartado para planear el futuro. Aquí, entre el olor a salitre y pescado, en el sonido constante de las olas que chocan contra los acantilados, encuentro una paz inquietante, una serenidad oscura que permite que mis pensamientos se aclaren, que mis planes se afiancen con una precisión escalofriante.
Los pescadores de este lugar son gente dura, curtida por años de lidiar con un mar que no da tregua. Sus vidas son simples, pero llenas de una lucha constante, una batalla diaria contra una naturaleza que no muestra misericordia. Observarlos me da una perspectiva curiosa sobre el poder y la supervivencia. Ellos, sin saberlo, me enseñan algo valioso: la perseverancia. En cada red que lanzan al agua, en cada lucha contra la corriente, veo una metáfora de mi propia existencia, de mi propia lucha, solo que mi mar no es de agua salada, sino de intrigas y ambiciones, de mentiras cuidadosamente tejidas y de verdades que nunca serán pronunciadas.

Nuestra familia, los Blackmore, siempre ha tenido una conexión profunda con las sombras. Desde que tengo memoria, hemos sabido movernos entre los oscuros corredores del poder, donde la luz apenas llega y donde el valor de la palabra dada es nulo. No somos ajenos al mundo criminal; más bien, somos sus arquitectos, diseñadores de un sistema que alimenta nuestras ambiciones. Pero mi visión va más allá de lo que nuestra familia ha logrado. Para mí, la familia consiste solo en un peldaño en una escalera que aún tiene muchos más que subir. No me conformo con ser un jugador en este juego; quiero ser el que dicta las reglas.
Rostock, con sus pueblos pesqueros que apenas sobreviven, es un lugar que parece estar al margen del mundo, pero en su lejanía, en su aislamiento, he encontrado algo más. Aquí, la revolución cobra forma en mi mente. Los movimientos insurreccionales que agitan los cimientos del viejo orden no son más que herramientas para mí, oportunidades disfrazadas de justicia. He acabado en sus filas, no como un ferviente creyente en sus ideales, aunque su causa es justa, sino como un estratega que sabe reconocer el valor monetario de una guerra que no es suya, pero que puede convertir en suya. La libertad es una idea fácil de vender y, aunque no estaba de acuerdo con los ideales de mi familia, bien es cierto que tampoco acariciaba los intereses de la Revolución de la manera más devota.

En cada conversación que mantengo con los líderes de estos movimientos, veo una chispa de esperanza en sus ojos, una convicción que les impulsa a seguir adelante. Y mientras ellos hablan de libertad, de igualdad, yo escucho con atención, calibrando cada palabra, cada frase. Sus discursos están llenos de pasión, de una nobleza ingenua que no puede evitar hacerme sonreír en mi fuero interno. Porque sé que la verdadera revolución no se gana en el campo de batalla ni con proclamas idealistas. Se gana en las sombras, donde las decisiones reales se toman, donde el poder no es una cuestión de quién tiene el ejército más grande, sino de quién tiene el control sobre las mentes y los corazones de quienes luchan.

He aprendido a moverme con cuidado entre ellos, a adoptar su lenguaje, a aparentar que comparto sus aspiraciones. No miento, exactamente; simplemente dejo que sus propias expectativas llenen los vacíos que dejo en mis palabras. En lugar de prometerles un futuro mejor, les hablo de posibilidades, de caminos que podrían tomar. Les sugiero estrategias, sin imponer mis ideas directamente, permitiendo que lleguen a las conclusiones por sí mismos. Es un delicado juego de influencias, una danza de sutilezas en la que cada movimiento está calculado.

El Ejército Revolucionario, como lo llaman, es solo el medio para un fin mayor. No me uno a ellos por lealtad ni por el deseo de ver un cambio en el sistema opresor. Me uno porque veo en ellos la oportunidad de consolidar mi poder, de ampliar mi influencia más allá de lo que cualquier miembro de los Blackmore ha soñado. Mientras ellos se preocupan por sus ideales, yo me preocupo por asegurar mi lugar en la cima cuando todo haya terminado. No seré solo un observador del cambio; sino también un proveedor, el usurero que controla todos los mercados.

Rostock, esta isla que parece tan ajena al mundo, se ha convertido en mi laboratorio, un lugar donde puedo experimentar con mis ideas, afinar mis estrategias. Aquí, en la calma antes de la tormenta, cada pensamiento cobra una claridad cristalina, cada plan se construye con una precisión casi matemática. Los pescadores que me rodean, tan ajenos a mis maquinaciones, son una especie de recordatorio constante de lo que está en juego. Para ellos, la lucha es simple: sobrevivir un día más, traer suficiente comida a casa. Pero para mí, la lucha es más compleja, más profunda. No se trata solo de sobrevivir, sino de dominar, de construir algo que trascienda a la familia, algo que sea solo mío.

El contacto con el Inframundo ha sido revelador. He conocido a personas que viven en la oscuridad, que prosperan en ella. Personas que han hecho del crimen su medio de vida, pero también su arte. Al principio, estos encuentros fueron inquietantes, incluso para alguien como yo, que ha crecido entre las sombras. Pero pronto entendí que había mucho que aprender de ellos, mucho que incorporar a mis propios métodos. Son maestros en el arte de la manipulación, en el juego de influencias, y aunque me considero un alumno aventajado, sé que siempre hay algo nuevo que descubrir en el vasto entramado de la corrupción.
Mis alianzas con ellos son fluidas, siempre cambiantes, nunca fijas. No confío en nadie completamente, pero sé que ellos tampoco confían en mí. Es un equilibrio delicado, un juego de poder en el que ambos sabemos que la traición es una posibilidad constante, pero también una necesidad en un momento dado. En este mundo, las lealtades no son más que monedas que se intercambian por favores o por información valiosa.

A veces, en las noches más frías, cuando el viento arrecia y el sonido del mar parece una sinfonía de lamentos, me permito dudar. No de mis habilidades ni de mi destino, sino del camino que he elegido. Me pregunto si, en algún rincón de mi mente, queda algo de la inocencia que una vez tuve, si alguna vez existió. La idea de ser parte de algo tan vasto y retorcido, de usar la desesperación de otros como trampolín hacia mi propio ascenso, no me inquieta como debería. Al contrario, me fascina. Es como si hubiera sido destinado a este papel desde el principio, como si la oscuridad hubiera estado siempre esperando que la abrazara completamente.

Y, sin embargo, no soy un monstruo. O al menos, eso me digo a mí mismo. Todo lo que hago, lo hago por una razón, por un propósito mayor. No soy cruel por el placer de serlo; simplemente, veo el mundo tal como es, sin las ilusiones que ciegan a otros. Entiendo que el poder no se da, se toma. Que la moralidad es un lujo que pocos pueden permitirse. Yo, en cambio, no tengo ese lujo. No en un mundo donde la supervivencia depende de cuán dispuesto estés a ensuciarte las manos.

La revolución, esa palabra que tantos lanzan al viento con esperanza y fervor, no es más que una fase en el ciclo interminable del poder. Hoy son ellos quienes se levantan contra el régimen, pero mañana serán otros quienes se levantarán contra ellos. Lo sé, porque lo he visto antes, en las historias que se repiten una y otra vez. Pero lo que ellos no ven, lo que se les escapa en su ceguera idealista, es que el verdadero poder no reside en la victoria de una facción sobre otra. El verdadero poder reside en aquellos que pueden moverse entre las facciones, que pueden influir en ambas partes y salir indemnes, sin importar quién gane.

En las reuniones clandestinas a las que asisto, donde los líderes revolucionarios discuten sus planes con pasión desbordada, me mantengo en segundo plano, escuchando, observando. Cada detalle es importante: quién alza más la voz, quién parece dudar, quién se muestra demasiado ansioso por liderar. Son esos pequeños indicios los que me permiten saber quiénes serán útiles y quiénes no. Nunca soy el que propone las ideas más audaces; dejo que otros lo hagan, que se sientan dueños de la situación. Pero, en la quietud de mis pensamientos, en los rincones de mis silencios, es donde las decisiones realmente se toman.

La isla de Rostock, con su apariencia hospitalaria y su aire de olvido, es mi refugio temporal, pero también el lugar del inicio de todo. Aquí, en medio de la nada, puedo planificar sin interferencias, puedo trazar el mapa de mi futuro sin distracciones. Cada ola que rompe contra las rocas, cada grito lejano de una gaviota, es un recordatorio de la constancia del tiempo, de la inevitabilidad del cambio. Mientras otros luchan por mantener su lugar en este mundo caótico, yo me preparo para tomarlo.

Mi alistamiento en la causa revolucionaria es solo el comienzo. No tengo ninguna ilusión de que será fácil, pero tampoco tengo miedo del desafío. He sobrevivido a peores tormentas, he navegado por mares más peligrosos. Sé que, cuando llegue el momento, estaré listo. No solo para luchar, sino para ganar, para tomar lo que es mío por derecho. La isla es solo el primer paso en un viaje mucho más largo, un viaje hacia la cima, donde no solo seré un Blackmore, sino algo más. Algo mucho más grande.
Y mientras el viento sigue soplando, arrastrando consigo el eco de los gritos de los pescadores que luchan por sus vidas, sé que estoy en el camino correcto. No importa cuán oscuro sea el viaje, no importa cuántas sombras me rodeen. Al final, la fortuna será mi amante, y eso es lo único que realmente importa.
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