Hay rumores sobre…
... una bestia enorme y terrible atemoriza a cualquier infeliz que se acerque a la Isla Momobami.
[Autonarrada] [T2] La primera piedra de mi nueva casa.
Atlas
Nowhere | Fénix
Día 22 de Verano del 724

La primera piedra de mi nueva casa.

La sensación era similar a la que se produce la semana después de volver de vacaciones. Ya de vuelta a la rutina, en cuando la dinámica habitual vuelve a imperar se tiende a tener la percepción de que el viaje o el tiempo de relajación queda muy distante. Nada más lejos de la realidad. No hacía ni veinticuatro horas que el ala este de la base del G-31 en Loguetown había ardido. Todo había resultado en un verdadero éxito para los asaltantes y un auténtico fracaso para nosotros. Ese hecho se podía ver reflejado a la perfección en los rostros de quienes, el día después del desastre, habían tenido que reanudar su vida.

Lo cierto era que, por desgracia, habíamos tenido que cambiar considerablemente nuestra rutina. La parte del adiestramiento matutino y todo eso seguía ahí, como siempre, pero lo cierto era que las labores vespertinas habían cambiado. Había mucho por hacer en el ala este y, para que el cuartel de la Marina de Loguetown recuperara su esplender, presencia y poder, las labores de reconstrucción eran prioritarias.

Entre los reclutas y mandos de más bajo nivel corría el rumor de que en algún lugar donde había mucha gente que mandaba estaban exigiendo explicaciones, que se pretendía depurar responsabilidades y que no sería de extrañar que algún peso pesado del cuartel cayese por su propio peso. No eran más que habladurías, por supuesto, pero lanzadas al aire con todo el sentido del mundo.

En cualquier caso, por el momento asuntos como aquél estaban lejos de ser mi prioridad o algo que tan siquiera me preocupase un poco. Por primera vez desde que me alistara a la Marina —y casi que en mi vida, diría yo— estaba comprometido con lo que se me había encomendado hacer. No sólo con la reedificación del ala este, que también, sino con todo lo que implicaba zanjar definitivamente aquel asunto. Atraparíamos al tipo del chocolate, a cuantos habían participado en el asalto y al jefe de todos ellos. Lo habíamos jurado sobre lo que más queríamos, tanto yo como mis compañeros, y nada nos impediría hacerlo más tarde o más temprano.

Mientras tanto, el primer paso del proceso consistía en despejar el área de escombros. Principalmente en eso había consistido la tarde del primer día tras la tragedia. Cualquiera que viese la situación desde las alturas habría podido apreciar a un sinfín de hormiguitas uniformadas de blanco manchando su atuendo con restos de piedra y metal cubiertos por hollín. Las primeras excavadoras habían llegado y habían comenzado las labores de construcción de varias grúas que en primera instancia servirían para recoger y desplazar los restos más pesados. Más adelante, cuando iniciase el proceso de construcción, serían empleadas también para el mismo.

Y allí, en mi cama, incapaz de dormir y con la mente ocupada en darle vueltas a la culpabilidad, la frustración y la sensación de incompetencia, reflexionaba acerca de todo y de nada al mismo tiempo. El cuerpo me dolía fruto de las consecuencia del enfrentamiento con Camille y Octojin. Había nacido como consecuencia de un momento tenso y de diferentes puntos de vista de personas que pretendían atajar el mismo problema. En vez de centrarnos en lo que nos unía, lo que teníamos en común, la situación nos había arrastrado a contraponer aquello que nos diferenciaba.

«No, así es imposible», me dije tras el enésimo giro en la cama. Me destapé, exhausto pero insomne, y me levanté del catre. Todos dormían en el barracón, algunos en silencio y otros roncando como osos al inicio de la hibernación. El cuerpo me pedía que me pusiese ya manos a la obra, que cambiase de actitud y comenzase el proceso de acabar con nuestros enemigos. ¿Que por dónde comenzaba ese proceso? Estaba claro.

En cuanto puse un pie en el suelo tuve claro cuál iba a ser mi destino. Si Shawn me hubiese visto no lo habría creído, pero allí me fui. En medio de la noche, alumbrado sólo por la luz de la luna y alguna lámpara que se había instalado en la zona, me dirigí al terreno en obras que había reemplazado al ala este del cuartel.

Yo solo, consciente de que dos manos poco podrían hacer pero entendiendo en lo más profundo lo que aquel acto representaba, continué separando escombros de la zona con mis propias manos. Uno tras otro, los aferraba, alzaba y arrojaba a los montones que habíamos ido formando durante toda la tarde para que al día siguiente fuesen recogidos. Había tantos que daba la sensación de que nunca acabaríamos, pero eso no importaba.

Tras unos quince minutos perdí la noción del tiempo. Atrapado en mi tarea, los segundos se convirtieron en minutos y los minutos en horas. Uno tras otro, pasaban y me veían en medio del área devastada moviendo piedra a piedra. Fue así hasta que un sonido atrajo mi atención. Detrás de un gran fragmento de pared tapizado por cenizas, de unos tres metros de altura y ocho o nueve de ancho, unos susurros llamaron mi atención.

¿Qué demonios estaba pasando allí? Súbitamente recordé que nos habían informado de que en el incendio se habían dañado los sistemas de vigilancia aledaños al ala este. En aquel momento era más importante la labor de recogida y limpieza de la zona, por lo que habían pospuesto unos días la rehabilitación del sistema.

Efectivamente, al ir a comprobar la zona encontré a un grupo de seis sujetos armados que rebuscaban entre los escombros cualquier objeto de valor. No encontrarían gran cosa, lo sabía a la perfección, pero en cierto modo resultaba hiriente que hasta unas sabandijas como aquéllas, después de lo ocurrido, tuviesen tan poco respeto por la Marina que se atreviesen a colarse en sus instalaciones en busca de carroña.

—Mierda —dijo uno de ellos, llamando la atención de los demás y señalando en mi dirección—. Nos han pillado, ¿qué hacemos?

—A mí no pueden cogerme —respondió otro, el más corpulento y a su vez el situado más cerca de mí—. Estoy en un permiso y si me pillan no volveré a salir hasta Dios sabe cuándo.

Cuando quise darme cuenta, todos había desenvainado sus armas y me habían cercado. Algunos empleaban espadas, mientras que otros llevan dagas. El más corpulento y más interesado en acabar conmigo o, al menos, noquearme, empleaba un gran garrote.

Seguramente de haber sabido que me habían cogido en el peor día posible habrían huido sin más. Quizás les hubiese dejado ir a cambio de que dejasen lo que hubiesen cogido, pero no hubo margen para esa opción. Cuando quise darme cuenta, todos intentaban clavarme sus armas casi al mismo tiempo o, en el caso del último, atizarme con ella en la cabeza. Estaba cansado y enfadado a partes iguales. En cierto modo sólo quería desquitarme con alguien, con quien fuera. Sus armas se clavaron en mi carne y el garrote me golpeó en la cabeza, pero me dio igual. Las heridas no llegaron a sangrar, porque el fuego celeste las cubrió en cuanto los filos abandonaron mi carne. El golpe fue recibido con la cara mientras avanzaba hacia aquel sujeto, sin detenerme.

Cuando estuve lo suficientemente cerca aferré su cabeza con la mano derecha y, con violencia, la estrellé contra los escombros. Respiraba, pero no se volvería a mover hasta dentro de un buen rato. El resto de saqueadores siguieron el mismo camino, siendo dejados fuera de combate para, acto seguido, ser atados junto al cabecilla.

Todos ellos amanecieron como un regalo, maniatados frente al acceso a los calabozos donde deberían de pasar, al menos, todo el día y la siguiente noche. Dejé una nota junto a ellos, sin identificarme, en la que señalaba que los había encontrado husmeando por la noche en la zona en ruinas con intención de saquear propiedades del Gobierno Mundial. Probablemente se les aplicaría una sanción bastante contundente, pero mentiría si dijese que en aquellos me importaba lo que les sucediese a esos pobres diablos.
#1
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#2


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