¿Sabías que…?
... existe una isla en el East Blue donde el Sherif es la ley.
[Autonarrada] Gyllent bur
Asradi
Völva
Verano del Año 720.

Desde que había pasado aquel ritual cuando tan solo era una niña, Asradi había creciendo hasta convertirse en una bella sirena. Su cola de tiburón era plateada como la luna en pleno apogeo nocturno, habiendo tomado los rasgos, en ella, de su padre. Pensar en él le entristecía. Había muerto un par de años atrás tratando de proteger al clan de unos piratas que habían intentado profanar una de las zonas terrestres donde, a veces, se reunían para compartir momentos o descansar. Aunque eran habitantes del mar, también tenían lazos con las zonas marítimas de la superficie. Varios habían salido heridos en aquella ocasión. Ahora estaría descansando con sus ancestros. Ella lo sabía, tenía esa conexión. De la misma manera, había continuado aprendiendo las artes de la sanación gracias a su madre y a su abuela, la matriarca del clan. Había aprendido a distinguir y a hacer buen uso de las plantas medicinales marítimas y algunas de la superficie. Todavía tenía que seguir aprendiendo, claro, pero ya había llamado la atención por su soltura y la rapidez con la que aprendía.

Völva, habían comenzado a llamarla. Un apodo tanto cariñoso como honorífico. Un nombre que recalcaba la habilidad de la joven sirena para con el seidr (la magia propia de su clan, en este caso, su voz) y con el uso medicinal de diferentes plantas. Su vida, desde ese tiempo, había sido tranquila y provechosa. Incluso con alguna escapada, por cuenta propia, hacia la superficie y hacia algunos asentamientos humanos. Había aprendido algunas costumbres de la gente de la superficie, y tenía cierto cuidado también para esconder su cola. No era la primera vez que la advertían o que recibía un regaño al respecto, pero siempre había tenido curiosidad por aquel mundo que era directamente iluminado por el sol. Por ese tiempo, tenía la típica alegría de la juventud, de la adolescencia. Era curiosa y solícita. A veces demasiado curiosa.

En las últimas semanas, se había aventurado más veces de las recomendables, a visitar uno de los pueblos costeros más prominentes. Siempre llegaban barcos mercantes al lugar, provenientes de otras partes del mundo. Pero esa vez, había algo diferente. Aquel navío era enorme, y tremendamente lujoso. Ella nunca había visto nada similar. Movida por la curiosidad, había decidido aproximarse, solo para contemplar mientras descargaban grandes baúles repletos de, seguramente, telas y joyas. Así como, al mismo tiempo, descendía el que debía de ser el dueño o el capitán de dicha embarcación. Un tipo alto, fornido, con un extraño peinado y unas más que extrañas ropas. Todos, de repente, comenzaron a inclinarse ante él, como si besasen el suelo por donde pasaba. Pero ella no lo hizo. No por rebeldía, sino por falta de entendimiento.

Sus miradas se cruzaron tan solo una vez. Y eso resultó ser su perdición.

Invierno del Año 720.

¡PLAF!

El golpe fue suficiente como para que su cuerpo cayese contra uno de los muebles. Hubo un quejido de dolor al respecto. Y pronto sintió como su mejilla comenzaba a arder y a palpitar debido al golpe que había recibido.

¿Cuántas veces te lo tengo que decir, mujer? — La pregunta fue hecha de inmediato y, al mismo tiempo, que su mentón era sujeto de manera excesivamente fuerte. Asradi jadeó de miedo cuando sus ojos se entrecruzaron con los contrarios. Pero la curiosidad que había tenido seis meses atrás, ahora se había convertido en pavor. — Sonríe. Tienes que sonreír siempre para mi.

El hombre, un varón humano de considerable estatura, la soltó con absoluto desdén y una expresión de hartazgo. Tenía un largo cabello oscuro, despuntado, aunque con el típico peinado de todos los Dragones Celestiales. Y una mirada igual de oscura que su alma. Asradi se estremeció, y solo acertó a esgrimir una temblorosa sonrisa. Por supuesto, no había nada de sincero en tal gesto. Solo lo había hecho en automático.

L-Lo siento, San Shaitán... — La voz de la sirena era trémula, lo que arrancó un nuevo gesto desdeñoso por parte del noble mundial.

No le miró, esta vez, en ningún momento, manteniendo la cabeza gacha. Detestaba a ese hombre con todo su ser. ¿Cómo había terminado así? Había tenido la mala suerte de quedarse mirando demasiado en aquella ocasión, llamando la atención de aquel hombre. Lo que jamás se había imaginado era cómo terminarían las cosas. Que un Dragón Celestial se hubiese encaprichado de ella hasta el punto de amenazar a su familia y de apropiarse de su libertad. Así sin más. Como si su opinión no hubiese importado, se la había llevado para hacerla su décima consorte. Al fin y al cabo, una sirena joven era algo que no se conseguía todos los días. Un tesoro del cual presumir hasta que se volviese a aburrir o a encontrar algo mejor.

Y ella había tenido que aceptar. Se había negado inicialmente pero al final... No podía poner al resto en peligro. El separarse de los suyos le había dolido en el alma. Y todavía lo hacía. Podía intentar escapar, si quizás en algún momento...

¡Te dije que sonrieses! ¿O acaso tus neuronas de pez no dan para más? — Otro golpe se cirnió sobre ella, pero no fue eso lo que más le dolió, sino la insinuación, el desprecio hacia su especie.

¡Yo no soy...! — Le dedicó una mirada ceñuda. Pero para cuando se dió cuenta del error que había cometido, ya era demasiado tarde. Y lo supo cuando aquella mirada la tragó como un par de agujeros negros.

Las horas siguientes habían sido una tortura, física y mentalmente. Su “marido” no había dudado en ensañarse con ella de todas las maneras posibles. Y aunque los gritos y los quejidos se habían escuchado al otro lado de la habitación, nadie había acudido. En una esquina yacía, acurrucada y abrazada fuertemente contra sí misma, para cuando Shaitán había abandonado la habitación donde la mantenía siempre encerrada, como un objeto más. Tenía cortes en los brazos, marcas de moratones en el abdomen y algo de sangre bajaba por la comisura de sus labios. Así como algunas manchas de algún espeso líquido salpicadas sobre su cuerpo.

Y eso era día tras día, en mayor o menor medida.

. . . — Se obligaba a no llorar, a no derramar lágrimas, aunque su situación y las ganas que tenía lo ameritasen. ¿De qué le iba a servir? No iba a ablandar el corazón de ese hombre con súplicas. Lo había intentado en más de una ocasión y solo le había valido para recibir más maltrato.

Y, con todas estas, el único consuelo que le quedaba, que le hacía mantenerse día a día, era pensar que los suyos estarían bien y a salvo. Eso era lo que esperaba, mientras ella estuviese ahí, Shaitán no iría a buscarlos.

O, al menos, eso era lo que creía. O de lo que le gustaría tener esperanzas.

¿Esperanza? Que irónica palabra en ocasiones.
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