Alguien dijo una vez...
Crocodile
Los sueños son algo que solo las personas con poder pueden hacer realidad.
[Autonarrada] [T2] Sangre Maldita
Percival Höllenstern
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El frío del acero en mis manos nunca me resultó tan familiar como el peso de la cadena que un día colgó de mis muñecas. La esclavitud deja marcas que ningún tiempo o poder borrar del todo. Pero esas cicatrices, tanto físicas como mentales, son las que han forjado lo que soy hoy. Recuerdo la mirada de mi padre, su orgullo intacto, incluso cuando el látigo cruzaba su espalda. Recuerdo su caída, cuando los Tenryuubitos, esos falsos dioses, decidieron que nosotros, los Höllenstern, ya no éramos más que juguetes en su patético juego de poder.
Me enseñaron desde pequeño que nuestro apellido, aunque modesto, poseía un cierto prestigio. Éramos señores de una pequeña pero próspera región en una tierra casi olvidada. Pero el poder en este mundo es una farsa, una ilusión que puede evaporarse con un simple capricho. Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Los Tenryuubitos no necesitaban razón para destruirnos. Un día simplemente aparecieron y decidieron que mi familia les pertenecía. No hubo batalla, ni siquiera una súplica que pudiera salvarnos. Fuimos reducidos a nada más que objetos bajo su poder.

Vi con mis propios ojos cómo los que debían protegerme se quebraban. Mi madre, siempre orgullosa, fue humillada. Mi padre, alguna vez honorable, fue reducido a menos que un perro, su espíritu roto. Y yo… yo era solo un niño, incapaz de comprender el alcance total de lo que ocurría. Pero cada látigo, cada insulto, fue sembrando algo en mi interior: odio. No era un odio ciego, no era un simple deseo de venganza. Era un odio calculado, una llama fría que ardía dentro de mí, esperando su momento para crecer y consumir todo a su paso.

Durante años, fui esclavo. Sometido bajo sus botas, observando y aprendiendo. Los Tenryuubitos, por más poder que ostentaran, no eran dioses. Eran seres patéticamente humanos, ciegos por su propia arrogancia, confiados en que el mundo giraba a su alrededor. Y fue en esa ceguera donde encontré mi oportunidad.
Recuerdo bien el día en que todo cambió. Una disputa interna entre esos falsos dioses provocó el caos en la mansión donde nos mantenían cautivos. Fue una pelea insignificante, una pugna por algún recurso trivial que para ellos era motivo de guerra. Pero para mí, fue la apertura que necesitaba. Los guardias estaban distraídos, los esclavos aterrorizados. Aproveché el momento, utilizando cada enseñanza, cada truco que había aprendido bajo su yugo. Me escabullí como una sombra entre las sombras, herido pero libre.

Mi fuga no fue fácil. Las heridas, tanto físicas como emocionales, me acompañaban mientras me alejaba. Pero mi destino no era escapar para simplemente desaparecer. Mi destino era renacer. Me dirigí hacia el único lugar donde un hombre como yo podía sobrevivir y prosperar: Grey Terminal. Ese basurero inmenso, una colección de criminales, despojos humanos y sueños rotos, se convirtió en mi santuario. Y en ese mismo lugar, comencé a forjar mi propio camino.

Pero no fue la fuerza lo que me permitió ascender. No, la fuerza bruta es para los que carecen de visión. Lo que realmente me permitió sobrevivir fue lo que aprendí en mi esclavitud: la manipulación, el arte de la observación. Grey Terminal era un nido de traiciones, y yo fui su maestro. Me uní a la banda Hyozan, un grupo criminal que gobernaba en las sombras, y utilicé sus conexiones para acumular poder, no con puños, sino con secretos y mentiras. 
Aún era joven, pero pronto la diosa Fortuna me sonreiría...

En Grey Terminal, las oportunidades para demostrar tu valía eran pocas, pero decisivas. Mi primer verdadero desafío llegó en forma de una misión aparentemente simple: un asesinato. Había un hombre, un comerciante de armas que se había cruzado con los Hyozan, y mi tarea era simple: eliminarlo. Pero no era la muerte lo que importaba, era cómo se hacía. No debía dejar huella, debía ser impecable, invisible, como la muerte misma.

Tiempo después, llegó la ocurrencia que esperaba. Asesinar a un comerciante que vivía en las afueras de la Terminal, en una mansión rodeada de guardias bien armados. No era un objetivo fácil, pero había aprendido de los mejores, de aquellos que me habían sometido. Estudié a los guardias, sus movimientos, sus rutinas. Todo era predecible, como un reloj mal ajustado. Una vez que tuve toda la información que necesitaba, me preparé.

La noche cayó, y con ella, mi plan se puso en marcha. Me deslicé entre las sombras, utilizando cada rincón de la oscuridad a mi favor. Los guardias no eran más que obstáculos, eliminados uno por uno con una precisión quirúrgica. No hacía falta fuerza bruta cuando podías utilizar la sorpresa y la astucia. Una daga en el cuello, un golpe preciso, y los cuerpos caían antes de que pudieran siquiera gritar.

Al final, llegué al comerciante. Lo encontré en su despacho, revisando cuentas, ajeno al peligro que se cernía sobre él. Mi entrada fue silenciosa, mi daga rápida. No había honor en lo que hacía, pero el honor es para los débiles, para aquellos que creen que el mundo sigue reglas. En mi mundo, solo había una regla: sobrevivir y prosperar. Y eso significaba que no había lugar para la piedad.

Cuando la sangre del comerciante manchó mi daga, sentí una extraña satisfacción. No era placer por la muerte en sí, sino por el poder que sentía al controlar la vida y la muerte con mis propias manos. Era un recordatorio de que ya no era el esclavo que había sido. Había roto las cadenas que me ataban, y ahora era yo quien las colocaba sobre otros.

Mi ascenso en Grey Terminal fue rápido, casi meteórico. La banda confiaban en mí, y mi reputación como un hombre calculador, frío y eficiente crecía con cada trabajo completado. Pero a medida que mi poder crecía, también lo hacía mi ambición. No quería ser solo un peón en el juego de otros, quería ser quien moviera las piezas. Quería más. Y entonces la facción Revolucionaria se cruzó en mi camino, y decidimos bailar sobre la misma palma de la diosa Fortuna que continuamente me bendecía.

Invadimos a la Hyozan, destruimos su sede, y quemamos hasta la el mínimo exponente de lo que eran, pero entonces aproveché para hacerme con los restos de los documentos antes de que ardieran fruto de la furia de la Revolución. 

Nunca olvidaré el momento en que encontré aquel libro, donde se hablaba de las veinte casas de los dioses. Mi familia, los Höllenstern, no eran simplemente víctimas. No habíamos sido tomados como esclavos por azar. No. Nosotros éramos Tenryuubitos. Mi linaje pertenecía a esa misma élite que había jurado destruir, pues hallé su nombre patente en los árboles que simbolizaban las casas

El shock fue profundo, pero reafirmarte, porque en lugar de destruirme, esa revelación encendió algo en mi interior. ¿Tenryuubito? ¿Yo, uno de esos dioses falsos? Podría haberlo sido. Podría haber nacido en una de esas mansiones doradas, gobernando sobre el mundo con la misma arrogancia que odiaba. Y la tentación de reclamar ese poder empezó a corroerme. Si yo, Percival Höllenstern, fuera a reclamar mi derecho de nacimiento, podría gobernar sobre los mismos que me habían esclavizado. Podría aplastarlos bajo mi bota, como ellos lo hicieron conmigo.

Pero el odio... ese odio que me había mantenido vivo durante todos estos años, ¿se desvanecería? ¿Sería capaz de traicionar todo lo que había llegado a ser, todo lo que había construido, por un trono dorado?

En aquel momento, opté por guardar el libro cuya cubierta se había degradado por el tiempo entre mis ropajes y esconder el secreto a sabiendas de que mi destino acababa de dar un giro consistente, al tiempo que invocaba un espejo a mis pies y me precipitaba de un paso hacia él como si fuera una suerte de piscina sin fondo, perdiéndome en mi particular País de las Maravillas.
#1
Moderadora Perona
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#2


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