Hay rumores sobre…
... una bestia enorme y terrible atemoriza a cualquier infeliz que se acerque a la Isla Momobami.
[Diario] D-Pasado Volaré, con el viento cabalgaré
John Joestar
Jojo
70 de Primavera de 724

Desde lo alto, el mundo se despliega ante mí como un vasto lienzo, un mosaico vibrante de colores y vida. Mis alas se despliegan a ambos lados de mi cuerpo, extendiéndose con gracia en el aire fresco de la mañana. Soy John Joestar, un hombre con alas, un ser que desafía las normas de lo que se considera posible. Mientras vuelo, la brisa acaricia mis plumas y siento la emoción de la libertad en cada batir.

A medida que me elevo, las aldeas empiezan a aparecer, pequeñas manchas de vida entre las extensas llanuras y colinas. En la distancia, contemplo una aldea con techos de teja roja, rodeada de campos verdosos que parecen un manto esmeralda. Veo a los aldeanos trabajando la tierra, sus cuerpos moviéndose con sincronía, como si estuvieran bailando al compás del viento. Algunos conducen arados tirados por caballos robustos, otros siembran semillas en surcos perfectamente alineados. La tierra, húmeda y oscura, promete abundancia, y el sudor en sus frentes refleja la esperanza que han sembrado.

Al acercarme, el sonido de risas y conversaciones alcanza mis oídos. Las mujeres se agrupan en pequeños círculos, tejiendo canastas con destreza, mientras los niños corren entre ellos, persiguiéndose con una alegría contagiosa. Todo parece tan simple, tan puro. Es una celebración del trabajo cotidiano, de la vida que emana de la tierra y del amor por lo que hacen.

A medida que sobrevuelos la aldea, el aire se llena de aromas que me llevan a la infancia: pan recién horneado, hierbas frescas y el dulce perfume de las flores que crecen a las orillas de un pequeño arroyo que serpentea por el paisaje. El flujo del agua adorablemente refleja la luz del sol, creando destellos que parecen bailar como estrellas sobre su superficie.

Más adelante, diviso un mercado bullicioso, donde los colores vibrantes de las frutas y verduras llenan los puestos. Naranjas doradas, tomates rojos y racimos de uvas violetas se exhiben, tentadores y radiantes. Los agricultores intercambian historias y risas, complacidos por los frutos de su arduo trabajo, mientras los comerciantes preparan sus ventas con un aire de camaradería.
Mientras surcaba los cielos con mis alas desplegadas, me dejé llevar por la suave brisa que acariciaba mi rostro. Desde lo alto, el mundo se extendía ante mí como un vasto lienzo de colores vibrantes, cada aldea un pequeño punto en el tejido de la tierra. Las nubes se deslizaban a mi alrededor, como si quisieran jugar al escondite, mientras yo danzaba entre ellas.

Las aldeas eran pequeñas pero llenas de vida. A medida que descendía, podía distinguir los techos de paja de las casas, pintadas en tonos cálidos que contrastaban con el verde intenso de los campos circundantes. Las flores en los jardines eran como pequeñas explosiones de color, creando un mosaico brillante que se entrelazaba con la naturaleza. No podía evitar sentir una profunda conexión con ese paisaje, como si cada rincón tuviera una historia que contar.

Abajo, vi a la gente trabajando en los campos. Los agricultores se movían en sincronía, como si fueran parte de una coreografía antigua. Sus manos arrugadas se esforzaban en la tierra, mientras los niños correteaban entre las hileras, riendo y persiguiéndose unos a otros, con una despreocupación que solo la infancia puede brindar. Las mujeres, con pañuelos en la cabeza, llevaban cestas repletas de productos frescos, su risa resonaba a pesar de la distancia, como si la alegría de su trabajo pudiera atravesar los aires.

Henry, un viejo amigo al que solía visitar, guiaba su carreta tirada por burros, llenándola con la cosecha del día. Le saludé desde lo alto, y su mirada se elevó hacia mí, dibujando una sonrisa de sorpresa y alegría. Era un recordatorio de que, a pesar de mis alas, seguía siendo parte de esta comunidad, de su historia.

El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo con tonos naranjas y dorados. Decidí que era el momento de aterrizar. Con un giro suave, descendí hacia un pequeño claro en el bosque que bordeaba la aldea, donde el suelo estaba cubierto de hierba suave y fresca. Las hojas de los árboles susurraban con el viento, como si me recibieran de vuelta a la tierra.

Una vez en el suelo, sentí la conexión tangente de la tierra bajo mis pies, realmente en casa. Allí, entre las sombras de los árboles, podía escuchar a la aldea detrás de mí, las risas y el bullicio de la vida cotidiana se entrelazaban como música a mi alrededor. A veces, volar me hacía sentir como un extraño en el cielo, pero al aterrizar, todo volvía a encajar. John Joestar, el hombre con alas, finalmente había encontrado su lugar entre ellos.Abajo, vi a la gente trabajando en los campos. Los agricultores se movían en sincronía, como si fueran parte de una coreografía antigua. Sus manos arrugadas se esforzaban en la tierra, mientras los niños correteaban entre las hileras, riendo y persiguiéndose unos a otros, con una despreocupación que solo la infancia puede brindar. Las mujeres, con pañuelos en la cabeza, llevaban cestas repletas de productos frescos, su risa resonaba a pesar de la distancia, como si la alegría de su trabajo pudiera atravesar los aiUna vez en el suelo, sentí la conexión tangente de la tierra bajo mis pies, realmente en casa. Allí, entre las sombras de los árboles, podía escuchar a la aldea detrás de mí, las risas y el bullicio de la vida cotidiana se entrelazaban como música a mi alrededor. A veces, volar me hacía sentir como un extraño en el cielo, pero al aterrizar, todo volvía a encajar. John Joestar, el hombre con alas, finalmente había encontrado su lugar entre ellos
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