Hay rumores sobre…
... una bestia enorme y terrible atemoriza a cualquier infeliz que se acerque a la Isla Momobami.
[Diario] [D - Pasado] ¿Está reñida la casualidad con la trascendencia?
Atlas
Nowhere
Capítulo I. Bueno, bonito, barato.
 
La botella salió despedida por la ventana, aterrizando violentamente unos tres metros a mi derecha y haciéndose añicos. Ya podía escucharle proferir todo tipo de insultos a la nada y amenazas a unos dioses en los que nunca había creído. Pero ¿a quién acusas cuando no encuentras culpable? Me di la vuelta, evidentemente. Hacía mucho tiempo que había tomado una decisión muy importante en mi vida: los problemas, cuanto más lejos, mejor. Así se vivía mucho más feliz, por supuesto.
 
Cabe destacar que esto era un eslogan, por supuesto, ya que todo en la vida está salpicado de matices, aunque no creo que vaya a ser yo quien se lo descubra a nadie. Los problemas evitables, cuanto más lejos, mejor. Probablemente eso sería mucho más apropiado. Pues ése era mi problema. Uno de los responsables de que se me hubiese entregado el don de la vida era al mismo tiempo mi maldición. Yo era un daño colateral, por supuesto.
 
Algún día tuve una madre que de buenas a primeras se marchó sin decir dónde. No me malinterpretéis. Nunca la conocí y, quizás por mi talante natural, cuando crecí lo asumí de forma natural como que no me podía doler perder algo que nunca había tenido. Frío, cínico o impersonal son algunos de los calificativos que alguna vez me he atribuido yo o quienes me conocen, pero he llegado a la conclusión de que más bien ha sido un mecanismo de adaptación muy útil.
 
Por desgracia o por fortuna esa tendencia a mantenerme alejado de lo que no me interesa o me resulta productivo se convirtió pronto en una constante en mi vida. Era por eso que había llegado a un punto en el que no me dolía especialmente cuando esa maldición de la que os hablaba, mi padre, montaba en cólera después de pasarse con las dichosas botellitas.
 
No, ésta no es la historia de un niño pequeño maltratado criado entre pena y sufrimiento. Eso para otro. Es la historia de un niño que desde siempre tuvo claro que rompería el círculo vicioso. Siempre ayudó, claro está, que esa ira nunca fuese dirigida hacia mí. Desde el principio creí que mi forma de ser y mi forma de comportarme en el mundo eran mi decisión y no algo impuesto por lo que me había rodeado en mi infancia.
 
Por eso, cuando la botella se hizo añicos simplemente me di la vuelta y me dirigí a la playa. Nací y me crie en una minúscula aldea donde todos conocían a todos. No solo a los vivos, ya que al ser tan pocos no era raro que los más mayores pudiesen enunciar con nombres y apellidos hasta cinco generaciones seguidas de sus vecinos. Aquello tenía su lado bueno y su lado malo. La parte buena era que el ambiente familiar, claro, que también colaboró para que no creciera torcido. La parte mala, que todos te venían venir de lejos.
 
La playa de la que os hablaba no se encontraba demasiado lejos del acceso principal a la aldea, a apenas diez minutos a buen paso. Era el lugar preferido de los jóvenes, apenas quince en todo el pueblo, para pasar el rato e intentar buscar un rato de la tan ansiada intimidad. Aún era demasiado pronto para que el resto hubiese llegado, así que me tumbé sobre la arena y dejé los minutos pasar uno detrás de otro.
 
—¡Serás desgraciado! —exclamó Nya desde la distancia suficiente como para que me diese tiempo a ponerme en pie y prepararme para lo peor. Efectivamente, una piedra del tamaño de un puño estuvo a punto de golpearme de lleno en la cabeza—. Te has vuelto a quitar de en medio y nos hemos tenido que encargar los demás de tu parte del trabajo.
 
—Perdón —respondí con falso gesto avergonzado y una mano detrás de la cabeza. El soberano bofetón que sobrevino después confirma lo que comentaba antes, que allí todos me tenían bien calado y no me dejaban pasar ni una.
 
El guantazo pareció dejar algo más calmada a Nya, que al fin abrió los ojos que traía entrecerrados para dejar a la vista un iris que brillaba más que el mar, pero con un color similar a éste. Su pelo, largo y recogido en dos gruesas trenzas, hacía juego con los primeros. Detrás de ella venía el resto del grupo, con un carácter algo más calmado y con menos ánimo de reprochar nada al ver que ya había recibido mi merecido castigo.
 
***
 
Una hoguera moribunda crepitaba justo en medio del grupo. La mayoría se habían quedado dormidos sobre la misma arena y sólo quedábamos despiertos Arestes, Domin y yo. Arestes y Domin eran hermanos mellizos, ambos de envergadura considerable y tan nobles como el más manso de los bueyes. Eran hijos de Sigmund —Sig para todos—, quien disponía de un gran huerto que abastecía de vegetales a casi todo el pueblo. Unas de las responsabilidades de los más jóvenes era colaborar en el mantenimiento del mismo, así como la recogida del producto cuando llegaba la hora. Precisamente eso de lo que me había escaqueado por cuarta vez en las últimas dos semanas.
 
—¿Creéis que esto es todo? —dijo entones Arestes, rompiendo el silencio de la noche y sacándome del duermevela en el que me acababa de sumir.
 
—¿Qué quieres decir? — replicó su hermano, cuyo pelo dorado relucía ante el fuego de las llamas casi tanto como el de su hermano.
 
—Si todo lo que vamos a hacer es recoger nabos o berenjenas según la estación del año en la que nos encontremos. No me malinterpretes. Estoy muy orgulloso de lo que hacemos y lo que hace papá, pero no puedo evitar preguntarme… bueno, si eso va a ser todo siempre.
 
Un silencio incómodo siguió a las inquietudes del menos de los mellizos.
 
—No —respondí con total seguridad, pronunciando por primera vez en voz alta algo en lo que llevaba tiempo pensando—. Mis días aquí están contados desde hace tiempo. No sé cuándo ni cómo, pero en algún momento encontraré un trabajo fuera de aquí, que me permita ver mundo y tener un sueldo decente que me permite vivir y algún capricho haciendo lo menos posible.
 
Tan sincero y real que ninguno de los dos tuvo duda alguna de que lo que decía verdad. Arestes sonrió al tiempo que negaba con la cabeza, como si me diese por perdido, como si mi vida no fuese a ninguna parte y me imaginase convertido en un despojo humano. Domin, por su parte, rompió en carcajadas que su hermano silenció rápidamente con una mano para no despertar a los demás.
 
Capítulo II. El deber llama, pero comunica.
 
El día, tan ansiado como desconocido, no tardó en llegar. Que viviésemos en una minúscula aldea insignificante para el mundo no nos incomunicaba necesariamente. Teníamos nuestros periódicos, estábamos al día de los principales eventos que tenían lugar en el mundo y, a quien le interesase la política, podía seguirla de cerca.
 
A pesar de ello, aunque sabíamos que el logo que exhibía con orgullo y arrogancia sobre velas blancas pertenecía a la Marina, cuando el gran buque atracó en nuestro pequeño muelle no pudimos evitar sentirnos sorprendidos e intimidados a partes iguales. Un número de marines mayor que la población de la aldea bajó del barco. Caminaban con curiosidad por las calles empedradas y entre las casas de madera con chimeneas apagadas. La mayoría de ellos no tardó en reunirse en el único par de bares que había en la plaza principal del pueblo, ya que no eran necesarios más de cinco minutos para recorrerlo al completo.
 
La mayoría de los lugareños se dedicó a seguir a los uniformados, sorprendidos como niños pequeños que ven por primera vez a un superhéroe. A mí me dio pereza, para qué mentir, así que me limité a permanecer sentado sobre la caja de madera que había escogido como asiento. Desde mi privilegiada y cómoda posición me dediqué a ver cómo aquellos que no se habían adentrado en el pueblo trabajaban.
 
No tardaron en comenzar a montar una suerte de pequeño mostrador con un gran cartel encima. “Reclutamiento”, decía. De entre todas las personas que pasaron varias horas merodeando por el lugar me llamó la atención especialmente alguien. Era una mujer de pequeña estatura, de pelo rojo intenso y rizado y al menos sesenta años. Le llegaba por las rodillas a algunos de sus subordinados. Y digo subordinados porque la autoridad que desprendía aquella señora y la diligencia con la que los marines se apresuraban a hacer lo que les ordenaba dejaba clara su posición. Si aquella mujer se había percatado siquiera de mi presencia era algo que desconocía, pero si lo hizo no mostró ningún gesto que lo revelase.
 
La actividad en el muelle se acabó deteniendo también, pasando a centrarse por completo, algunas horas más tarde, en la plaza. Los marines, que a poco que se mezclaron con nosotros nos hicieron saber que en su mayoría eran nuevos reclutas, pagaban, bebían, reían y repetían la secuencia una y otra vez.
 
Sospecho que la Marina como organismo ya ocupaba un lugar en mi subconsciente como posible destino de mis planes de vida por aquel entonces, pero no se manifestó de forma evidente hasta que escuché de primera mano a aquellos chavales. Sí, ellos sólo formaban parte de un insignificante barco entre muchos miles; minúsculas hormigas en un hormiguero gigantesco. El lugar perfecto donde no destacar e intentar llevar una vida lo más cómoda posible.
 
A decir verdad, en cuanto la idea apareció en mi mente ya había decidido. Los siguientes días intenté plantear en mi mente desventajas de una hipotética partida, pero tenía la sensación de que no había forma de que lo negativo venciese a lo positivo que esperaba encontrar.
 
***
 
—Así que finalmente te vas —dijo la aguardientosa voz de mi padre desde las sombras de la cocina, sumergido en un mar de mugre, autocompasión y degeneración humana.
 
—Sí, quiero ver mundo y no sé si podré hacerlo alguna vez si dejo pasar esta oportunidad —mentí descaradamente, aunque en aquella ocasión sabía que mi interlocutor no sabría darse cuenta. Sí, era mi padre y en cierto modo se podría decir que convivíamos, pero nuestra relación siempre había sido fría, distante, casi inexistente.
 
Él no dijo nada, tampoco le importaba. Mientras tuviese un pozo de alcohol en el que sumergirse se podría seguir anestesiando sin problema. Yo tampoco dije nada más; sabía que ganaba en todos los aspectos al perderlo de vista, así que empaqué las pocas cosas que tenía, me despedí de mis amigos y me hice al mar. Lo que no sabía era lo que estaba a punto de venírseme encima y cómo todos mis planes vitales y mi percepción del mundo daría un giro importante en los próximos meses.
Nota
#1


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