Gavyn Peregrino
Rose Branwell
29-09-2024, 12:54 AM
(Última modificación: 05-11-2024, 03:41 AM por Gavyn Peregrino.)
"Como Iris Amarillos en Primavera"
Día 20 del año 718. Primavera.
Necesitaba… Necesitaba irme.
En realidad necesitaba tantas cosas, necesitaba dejar esta isla, que estaba tan maldita como aquella isla en la que nací, no podía tolerarlo ya, no podía navegar en el día con la misma certeza con la que lo hacía hace años, no podía salir en la noche con la seguridad de la compañía que pronto se había convertido en un armario lleno de fantasmas, no podía volver a casa sin sentir que se trataba de un cajón que se cierra para que nadie lo vea, no podía ver a las personas a los ojos sin percibir el juicio brillando como dagas que intentaban perforarme como estacas. Ni siquiera podía tener intimidad sin tensarme. La inseguridad, en todo sentido de la palabra, y la paranoia se habían convertido en sombras que acechaban en las esquinas de las habitaciones, en los callejones, por el rabillo de mi ojo, y el toque ajeno ardían como brasas recién calentadas en el fuego que brillaba de un tono naranja ominoso.
Inclusive cuando las calles se encontraban abarrotadas de personas a las que no conocía, no podía evitar sentir que sus miradas se cernían sobre mí, sobre la suciedad que me marcaba, de alguna forma, a pesar de no verla, a pesar de que nadie podía percibirla, la sentía tan claramente que me aterraba ser descubierto, ser señalado… De alguna forma había entrado en esta espiral interminable de incertidumbre y desesperación que no me permitía pensar sin tener la sensación de que iba a volverme loco, se que mi corazón iba a estallar, de que la presión iba a aplastar mi pecho sin piedad y las manos invisibles en mi cuello me quitarían aquello que me otorgaba la vida.
La resequedad en mi garganta no era nada nuevo, el sudor que perlaba mis sienes tampoco, mucho menos el ardor que se extendía por toda mi espalda desde la nuca hasta la cintura. La comezón me invadió repentinamente y moví las alas con toda la intranquilidad que me llenaba, no podía hacer nada más, sentado en un silla mecedora que no me pertenecía, sosteniendo un par de agujas de tejer que tenían que guardarse en una caja y sellarse por siempre o regalarse, porque no había nadie que las use excepto yo, y apenas era capaz de sostenerlas sin que las manos me tiemblen. Pasé el pulgar por el cuerpo de una de ellas, mi piel rozó la numeración en el sostén del dedo y bajó hacia el gancho sin filo, me atragante con el nudo en mi garganta en el momento en que bajé laa agujas hacia una caja.
No podía llevarme nada, no tenía la voluntad ni el valor para hacerlo y, aparentemente, tampoco tenía el derecho de hacerlo. Era gracioso, en vida algunas personas se encontraban completamente solas, pero al fallecer, todos los parientes de un individuo tomaban partido para dividir las pertenencias, dejando de lado a todos aquellos que sí cuidaron del fallecido, despreciando el esfuerzo y afecto de los mismos. La inteligencia emocional, la empatía y la comprensión son características poco comunes, tan difíciles de encontrar inclusive en los momentos más difíciles y, lo cierto, es que a pocos les importa el otro.
Por eso cuando los hijos de ella me dieron un ultimátum, diciendo que debía dejar la casa y las pertenencias de su madre intactas e irme, mi mundo no sé sacudió ¿Cómo podría? Me sentía… vacío. Un suspiro trémulo que salió de mis labios mientras terminaba de guardar los insumos para tejer de la mujer que me había acogido por casi 13 años, sellé la caja con cinta y la puse a un lado junto con las otras. Apoyé los codos cerca de mis rodillas, entrelazando los dedos en un solo puño y mis ojos dorados, ahora apagados, se arrastraron por la sala de estar, los muebles aún estaban ensamblados, pero las pertenecías más pequeñas estaban metidas en cajas.
Moví los pulgares en círculo antes de ponerme de pie lentamente, descalzo me acerqué al pasillo a la izquierda de la sala de estar, se dividía en dos tramos, uno a la izquierda otro a la derecha. Tomé el último, saboreando el frío de la madera en la planta de los pies, llegué a la puerta al final y giré el pomo bruñido, empujándola ligeramente para destrabarla; se hinchaba especialmente en primavera y verano, cuando la humedad aumentaba.
Cuando estuvo abierta no pude siquiera dar un paso al frente mientras observaba la habitación de mi madre adoptiva sin despegar mis ojos de sus cosas: Las sábanas de un amarillo patito que tanto le gustaba; las paredes de blanco, llenas de imágenes florales pintadas a mano, algunas con la torpeza de un niño y otras con la habilidad de quien se dedicaba a las manualidades, había dalias, geranios, iris violetas y amarillos, lirios y calas blancas; las mesas de noche nórdicas tenían veladores rústicos con más temáticas florales, sobre uno de ellos había un estuche negro, sabía que habia allí, no se los habian puesto en el funeral, los lentes de media luna que usaba para leer.
Un recuerdo me asaltó de repente, esos lentes de media luna que veía todas las noches en qué me leía cuentos, libros de fantasía, con los ojos entrecerrados porque el aumento en los vidrios era el equivocado y tenían tantos rayones que se había vuelto difícil ver para ella.
En algún momento caminé hasta la mesa de noche y abrí el estuche, sacando los lentes de su estuche. Pasé mis dedos por los bordes, cuidando no arruinar aún más los vidrios, aunque no sabía si era posible. El nudo en mi garganta me hizo imposible tragar.
“Estaba acostado en mi cama, a los 6 o 7 años, reacio a leer junto a ella, porque sus libros eran para niños pequeños, más pequeños que yo, pero ella hacía el esfuerzo desde que le dije que nunca me había leído cuentos para dormir. El personal del orfanato tenía una personalidad tan gris como sus paredes.
“Boing boing hace el conejo y...” –Dijo en ese entonces ella, con su voz añeja y dulce como la miel, esperando que complete la frase, ridícula para mí incluso entonces.
“Boing boing hace su corazón” –Refunfuñe en ese momento, con los brazos cruzados sobre mi pecho, mientras ella se reía.
Y sonaba como las campanillas de cristal que decoraban la repisa de la chimenea…”
No pude sentarme en la cama, no toqué nada más antes de salir, aterrado de alterar el último recuerdo de ella que se mantenía inmutable en la casa. Aunque ella no lo sabía, ni lo sabría.
Volví sobre mis pasos, yendo hacia el otro extremo del pasillo; e ignorando la falta de fotografías o marcos, de eso solo quedaban las marcas en la pared; pegadas en la madera de la puerta había letras de plástico pintadas en un color dorado desgastado por el paso del tiempo, formaban mi nombre “Gavyn” o el que es mi nombre desde hace tiempo. Pasé los dedos por ellas y desvié mi mano directo al pomo dorado, girándolo con movimiento casi mecánico, está puerta tenía el mismo problema que el de su habitación, aún así la abrí y su interior era muy diferente: No había nada más que una cama de una plaza y media sin sábanas, una mesa de noche despejada, una cómoda con 8 cajones y un librero despejados de objetos personales, no necesité mirar el armario, estaba igual de vacío.
Toda mi vida se había resumido en 13 cajas selladas con cinta adhesiva. Y una maleta.
Apoyé una mano en el marco de la puerta y luego mi sien, contemplando la habitación de mi infancia, adolescencia y parte de mi juventud. Las paredes pintadas con plumas doradas o rojas que parecían caer desde la parte superior, había sido relativamente fácil pintar, aunque a ella no le había causado gracia que me arranque algunas plumas para sumergirlas en pintura y estamparlas en la pared.
“La recordaba, con las manos en su cintura y los brazos en jarras, su ceño fruncido y arrugado, sus ojos rojos intensos, no, no, eran carmesí, como el color que estaba usando en algunas de las impresiones en la pared, igual que sus cuernos largos y puntiagudos, sus mechones canosos contrastaban con ellos por completo. En ese entonces tenía unos 9 años y las travesuras estaban a la orden del día, pintar las paredes como quería era una de esas ¿Posiblemente?
“Esas… ¿Son tus plumas?” –Ella jadeó escandalizada, llevándose las manos a la boca– “¿Por qué te las arrancas para pintar la pared? ¿Por qué estás pintando la pared?”
“Así lucen más realistas que si las hago a mano” –Expliqué, con tanta lógica como puede explicar un niño de nueve años que ya ha sufrido que le arranquen las plumas, o peor...– “¿No quedó bonito?”
Ella me miró desconcertada, miró la pared, que había comenzado a estampar desde el techo hacia abajo, usando una escalera que, curiosamente, pude entrar sin que lo notase. Su expresión cambió a una preocupada cuando se acercó, arrodillándose con dificultad junto a mi para tomar mi mano, manchada de pintura, entre las suyas, con tanta delicadeza como se sujeta un jarrón frágil.
“Lo entiendo cariño, pero arrancarte las plumas debe ser doloroso. Tus alas son hermosas, no las maltrates de ese modo, sé que así te resulta más fácil, pero la próxima pídeme ayuda, te enseñaré a hacer las mejores plumas con acrílicos.” –Pidió con voz amena y consternada.
En ese momento no pude hacer nada más que asentir, moviendo las pequeñas alas blancas.”
Arranqué las letras de la puerta con cuidado de no destrozarlas y las mantuve en una de mis manos mientras revisaba el armario, por si acaso olvidaba algo, quité los cajones, esperando que nada se hubiese caído detrás de ellos y lo vi… Allí, en el fondo del mueble, un cuadrado de madera que, a simple vista, no se notaría para quien no estaba acostumbrado a verificarla; y llevaba algunos años estudiando para ser navegante, a pesar de mi juventud, así que veía barcos y sus maderas a menudo; pero no era mi caso, mi visión mejorada también me permitió verlo de forma muy clara. Estiré mi brazo hasta el fondo, presionando la madera, buscando en el espacio de los cajones, hasta que por fin encontré un interruptor, lo jalé con fuerza hasta que se escuchó el característico “clic” del metal y el panel de madera se desencajó de la pared, moviéndose a un lado para dejar ver… Una caja.
Se trataba de una caja de madera, decorada con tallados de barcos con enormes velas, eran galeones, galeones que reposaban sobre violentas olas y, en sus banderas, las calaveras pirata eran inconfundibles. Cauteloso, tomé la manija más cercana, arrastrándolo fuera de su escondite y sacándolo del espacio de los cajones. Era realmente pequeño ¿Por qué ella tendría algo así aquí? Sabía poco de mi madre adoptiva, al menos en lo que refiere a su vida pasada, pero no tenía nada en la casa que indicase que era pirata… Aunque era completamente lógico, si es que alguna vez fue buscada, era consciente de que ser pirata significaba ser perseguido.
Deslicé mis dedos por los grabados del que, obviamente, era un cofre y… Necesitaba una llave. Apreté el puño, aquí había una parte de ella que no conocía, que quizás sus hijos no conocían. Me puse de pie con el cofre en las manos, lo llevé hacia las 13 cajas y la maleta y lo coloqué en la quinceava caja, era la más pequeña, la menos notable, pero la más esperanzadora. Tal vez, solo tal vez… Podría quedarme con algo de ella, aunque fuese solo un cofre vacío…
Pero ¿Dónde estaría la llave?
“¿Qué es esta llave?” –Pregunté, tenía al menos unos 12 años en ese momento, había encontrado una llave gruesa, con cuerpo de madera, los dientes de esta tenían una forma extraña e intrincada.
Cuando ella notó lo que tenía en la mano, se acercó rápidamente y me la arrebató casi con violencia. Sorprendido, retrocedí rápidamente, levantando el brazo sobre mi rostro y los hombros, las alas se apretaron en mi espalda, para lucir más pequeño y protegerlas. Se había vuelto, hace años, un mecanismo de defensa instantáneo… En el momento en que el golpe no llegó, esperé unos minutos y bajé el brazo, notando que ella tenía lágrimas en los ojos y la mano en la boca, tan asombrada como yo… ¿De qué? ¿De sí misma? No pasó ni un segundo que sus cálidos brazos me envolvieron con fuerza.
“Oh cariño… Lo siento” –Su voz poseía una cadencia… Temblorosa, dolorida y agitada– “No quería asustarte, es solo que… Esta llave es muy importante para mí”
Después de procesar todo lo que acababa de pasar y lo que ella me dijo, respondí, en voz baja, prácticamente inaudible– “Está bien… Pero si es tan importante deberías esconderla en un lugar obvio, un jarrón o el tarro del romero”
“¡Vaya! Me pregunto qué esconderás en la obviedad. Estaba segura de que había dejado la llave en un lugar seguro” –Mi intento de bromear le sacó una risa húmeda– “Pero tienes razón. A veces los tesoros más importantes están en los lugares más obvios ¿No?”
Y ahora lo recordaba, el viejo tarro de romero, ese tarro horrible que tenía pintadas letras de un verde pantanoso sobre un naranja pastel aún más espantoso, ella lo odiaba, pero, por algún motivo lo mantenía en la esquina más visible. Atraje la caja en la que había guardado los especieros y la abrí, quitando la cinta en un rápido movimiento. Sujeté el especiero, le quité la tapa de un tirón y entre las ramas espesas de romero estaba la llave. La tomé entre mis dedos, sacándola lentamente, estaba igual que la última vez que la encontré hace siete años en uno de los cajones de ella. Tenerla solo me causó una sensación de quemazón en la boca del estómago, desagradable, burbujeante, que asciende por mi esófago como el humo sube por el tubo de una chimenea. No quería abrirlo, no aún, quería saborear esta posible parte de la vida de ella que desconocía, esta parte que parecía haber ocultado con mucho ahínco, porque lo único que estaba a la vista era la llave, el tesoro se encontraba oculto en la parte más oscura de la casa.
Así como su corazón.
La tarde se hizo noche cuando todas mis cajas estuvieron en el nuevo apartamento que me podía permitir, era pequeño, pero que tu vida quepa en 14 cajas y una maleta dice mucho ¿No? Quizás porque hasta ahora había disfrutado de algo que no me pertenecía en absoluto, de una fantasía a colores que no era real y que comenzó a caerse a pedazos como la pintura que se descascara por los hongos y la humedad en las paredes, revelando que realmente, debajo de todo aquello que parece hermoso, sempiterno y etéreo, una ataraxia en todo sentido, no hay más que putrefacción, corrupción, algo ominoso y aciago que espera para volver a golpearte en el mejor momento.
Descendí, cansado por los múltiples viajes que hice, solo quedaba una caja, la del cofre. Me acerque a la verja negra con motivos de plantas, estaba flanqueada por un cerco de Eugenia que no permitía ver el patio delantero excepto por la puerta de valla enrejada, al abrirla el camino de piedras, separado por discos de tocones de árboles, guiaba a los invitados sinuosamente a la casa, y estaba bordeado por Lazos de Amor y Calas, en pequeños triángulos a los laterales de estas había conjuntos de Espuelas de Caballero. La casa en sí, pintada de color gris y sellada por las tejas color ladrillo estaba invadida en todo el lateral derecho por una glicina en distintos tonos de violáceo.
“Sentado en un balde dado vuelta, observé como ella hacia la olla de riego de las plantas, sembraba nuevas semillas, injertaba plantas con curiosidad de ver que saldría, plantaba retoños con tanta delicadeza, similar a la que se usa cuando se cuida a un niño pequeño.
“¿Por qué te gustan tanto? Las plantas, quiero decir.” –Pregunté, apoyando los codos en las rodillas, mi rostro quedó entre mis manos.
Ella me miró con sus rubíes vibrantes, vivaces, que no delataban para nada su edad, como si por dentro fuese un alma joven y ardiente.
“Porque… Las amo.” –El desconcierto en mi cara le arrancó una carcajada– “¡Jajaja!”
Sus risas de campanilla lograron que me enfurruñe y desvíe la mirada, pasaron unos minutos hasta que se calmó y se acercó, poniéndose de cuclillas frente a mí.
“Las amo, no solo porque están vivas, las amo porque son parte de mi vida, las cuidé, las cuido, la podo, las riego, les quito los bichos y las infestaciones. Elegí que fueran parte de mi vida, como te elegí a ti también”
Un puchero se formó en mis labios– “Así que ahora soy una planta”
Ella sonrió apaciblemente, quitándose un guante y tomando mi mejilla para que la mire, las arrugas en sus manos eran más notables así, pero no dejaban de ser suaves…
“No, lo que quiero decir es que elijo cuidarte, que seas parte de mi vida. Y tú eliges quedarte conmigo por el mismo motivo.” –Apartó su mano y fingió quedarse pensativa antes de ponerse de pie– “Aunque a veces si pareces una planta”
La miré boquiabierto ante la broma, con los ojos como un búho, allí fue cuando escuché la primera carcajada que salió de ella.”
La sonrisa que se formó en mis labios vaciló al volver al presente.
Ella amaba las plantas, las cuidaba con tanto mimo, con tanto cariño, ese tipo de afecto que desborda de las personas como la luz se desborda por los ventanales altos, por los tragaluces, creando un hermoso espectáculo al amanecer y al atardecer. Era descorazonador, pensar que algo mantenido con tanto esfuerzo, algo que parecía inmarcesible, fuese a decaer con el tiempo.
Caminé con pies de plomo, pisando los tocones con cuidado, abrí la puerta y recogí la caja de la repisa de la chimenea. Salí de la casa y vi claramente las plantas que tanto me gustaban: Iris Amarillo.
“¿Te gustan?” –Me preguntó al encontrarme observando la nueva planta que había traído, nunca había mostrado interés por muchas de sus plantas, pero esta era… Realmente bella.
“Se llaman Iris Amarillos” –Comentó, levantando una de las macetas con cuidado.
“Vaya, qué coincidencia ¿Eh?” –Mis ojos dorados se volvieron hacia ella, mientras elevaba una ceja.
“¿Verdad? Significan… Significan…” –Parpadeo, como si estuviera intentando recordar su significado. Miré de la planta hacia ella, cuando el brillo en sus ojos regresó y encontró mi mirada– “¿Te gustan? Se llaman Iris Amarillos y significan…”
Cerré la puerta de la casa, inclinándome para recoger una, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete flores.
“Gavyn ¿Has visto mis lentes? Los dejé en el brazo del sillón, pero no están allí” –Exclamó, el ceño fruncido entre sus cejas denotaba frustración.
La miré, desconcertado, ella no había estado en el sillón en todo el día, se la había pasado tejiendo en la mecedora.
“Bueno, creo que las vi en la mecedora” –Sugerí, esperando que lo recordara.
Ella me miró, pero el ceño en su frente solo se profundizó.
“Debes… Debes tener razón. Tonta de mí.” –Su risa nerviosa se apagó cuando fue a la mecedora a buscarlas y suspiró profundamente.
Y así comenzó... El principio del fin.”
Recogí una cala, una espuela de caballero, la flor de un lazo de amor, un mechón de la glicina.
“¿Qué quiere decir?” –Tragué duro, sintiendo que el mundo me daba vueltas, no había comido al mediodía, aún me buscaban para conseguir aquello que los ayudaba a escapar de la realidad.
“Tal como lo escucha, su madre padece una enfermedad bastante particular, su memoria y funciones cognitivas comenzaron a deteriorarse poco a poco, probablemente lo haya notado, puede haberse manifestado como olvidos frecuentes en varios ámbitos de la vida cotidiana, desde objetos personales hasta los recorridos que realiza todos los días.” –La expresión pétrea del médico no hacía más que helarse el cuerpo.
¿O quizás la noticia estaba helando mi cuerpo?
Me sentía mareado, una sensación nauseosa se apoderó de mí.
La noticia se apoderó de mi semana, la enfermedad de ella, mi trabajo de mi vida, otros de mi cuerpo y mi voluntad…”
Ate el ramo de flores con un lazo color escarlata y sujeté la verja de la casa para abrirla.
“El brillo de reconocimiento se desvaneció poco a poco, como si estuviera retrocediendo sobre sus pasos, de repente las tareas más simples se volvieron complicadas, cocinar era peligroso; salir significaba perderse; de pronto no recordaba cómo tejer con gancho, ni siquiera como tejer con dos agujas; los caminos se volvieron sendas en un bosque de piedra que resultaba desconocido a pesar de los años que llevaba allí viviendo; y los rostros…
“¡¿Quién eres?!” –Gritó ella, alarmada, sujetando una de las cuchillas para cortar carne, mientras retrocedía rápidamente hasta chocar con la mesada.
Levanté las manos para demostrar que no deseaba hacerle daño, me temblaban los dedos y el sudor bajaba por mi sien hacia mi cuello.
“Soy Gavyn, vivo contigo, soy tu hijo-”
“¡Mentiras! ¡Mentiras! Solo tengo tres hijos y todos se han ido ¿Quién… eres?” –Esta vez lo preguntó con los dientes apretados, en sus ojos se encendió un fuego que no había visto nunca en sus ojos.
Había tantas emociones en ese fuego carmesí: Temor, valentía, frustración y odio.
Todo dirigido a mí.
Al igual que el cuchillo, que de repente se convirtió en un arma efectiva para hacerme retroceder hacia la puerta. Apuntaba hacia mi pecho, lo empuñaba con naturalidad, con tanta naturalidad que me era desconocida.
“¡Sal! ¡Sal de mi casa! ¡Lárgate!” –Ella blandió el cuchillo hacia mi y solo pude retroceder hasta la puerta, evitando la mayor parte de la cuchillada.
Cuando salí de la casa, corrí hacia la verja, sujetándome la mano izquierda, que sangraba por el tajo que la atravesaba en diagonal. Salté por encima del enrejado y corrí por el lateral del cerco, doblando en una esquina para esconderme entre la que era mi casa y la del vecino.
Y allí me quedé. Apoyado contra el muro de ladrillos del vecino, presionando las rodillas contra mi pecho, y la frente en ellas. Los labios me temblaron los primeros minutos, luego cerré los ojos con fuerza y, al volver a abrirlos, el sol estaba escondiéndose en el oeste…”
Una vez detrás del enrejado negro, me giré, mirando la que una vez fue mi casa, una sonrisa melancólica y dolida ae dibujó en mi rostro, no sabía si llamarla sonrisa tan siquiera, si me viera en un espejo probablemente encontraría una mueca taciturna. Tragué con fuerza, carraspeando con fuerza para despejar mi garganta del nudo que se había instalado allí desde hace una semana y no paraba de aparecer una y otra, y otra, y otra vez…
. – Gracias, por todo.
“Oh cariño, no sé quién eres, pero mírate, eres un chico muy bonito como para llorar por esta anciana.” –Su mano arrugada se apoyó en mi mejilla, estaba postrada en la cama desde hace meses.
Las lágrimas se deslizaban frías por mis mejillas, congeladas, como un invierno interminable. Como deseaba que el tiempo se detuviese unos años atrás, que su tiempo se detuviera unos años atrás, solo para contemplarla entre las flores de colores, con las manos cubiertas por guantes y tierra, sujetando esa pala pequeña que necesitaba ser renovada, arrodillada en el césped con una sonrisa radiante como el sol mismo que la hacía entrecerrar los párpados, con arrugas en los laterales de sus ojos y hoyuelos en las comisuras de sus labios.
“Soy Ícaro e intenté alcanzar el sol… Pero me quemé las alas”
Ella me miró con desconcierto, limpiando las gotas heladas en mis pómulos con sus dedos arrugados y suaves.”
. – Adiós Iris.
Cerré la verja y me alejé de la casa, sin mirar hacia atrás.
Solo abrí el cofre una semana después, cuando mi apartamento se volvió agobiante, asfixiante, cuando la presión en mi pecho se hizo demasiado y solo pude calmarme buscando aquella parte de ella que no conocía.
. – ¿Qué…?
Dentro del cofre había una fruta, un… ¿Racimo de bananas plateadas? Sabía lo que era, nunca había visto una, pero había oído de ellas.
Una Akuma no Mi.
Eso confirmó mis sospechas, si la habilidad con el cuchillo y el cofre tallado no eran suficientes, la fruta lo era. Levanté la fruta en mi mano girándola, inspeccionándola con recelo y precaución, ninguna fruta duraría tanto tiempo dentro se un cofre sin pudrirse. Atraje el cofre para mirar dentro y encontré una sobre amarillento, en el centro tenía un sello de lacre dorado con una flor carmesí en el centro, una flor del infierno.
Deslicé mi dedo debajo de la solapa de papel y empuje hacia abajo en diagonal con la punta del dedo, lentamente, despegando el sello sin romperlo. Dentro reposaba una carta, la saqué del sobre y la desplegué, ya tan acostumbrado al temblor de mis manos.
“Querido Gavyn–”
Tragué, subiendo y bajando los ojos por el papel antes de volver a leer. Saboreando la escritura rizada y redonda, elegante de Iris. Hasta que llegué al final de la carta.
“... Sabía que la encontrarías, lamento no haberte explicado esto antes, pero eres un chico astuto y perspicaz ¿Verdad? No necesitas que te lo cuente, ya lo habrás deducido todo tú solo.
Come la fruta, porque no la quisiera en manos de nadie más. La quiero en manos de alguien como tú, sé que no te detendrás nunca.
Acerca de la casa, ya sabes que hacer, lo habrás decidido, sé cómo son mis hijos, pero mis plantas no son perennes ¿Sabes?
Ten cuidado, pequeña planta.
Te ama con todo su corazón,
Iris Pyrrhus.”
Posé mis ojos anegados por las lágrimas en la fruta, estirando mi mano para sujetarla y, sin dudar, le di un mordisco… Sabía igual que como yo me sentía. Luché con las arcadas, tragando, la sensación de la fruta bajando por mi esófago y dejando un rastro en mis papilas gustativas era, francamente, asqueroso. Dejé el resto de la fruta en el suelo y arrugué la nariz, me levanté para ir al baño y me incliné sobre el lavabo para beber del chorro de agua después de girar la llave de agua fría. Me cepillé los dientes y la lengua, enjuague mi boca, pero, cuando sujeté los laterales del lavabo, un chirrido espantoso, como la tiza arañando un pizarrón, resonó en el baño.
. – ¿Qué diablos fue…?
Congelé la mirada en mis dedos, mis dedos… Metálicos. Eran cuchillas, cuchillas de acero muy afiladas. Choqué los dedos entre sí, escuchando un “Clin clin” que confirmaba que no estaba alucinando… Entonces había comido la Supa Supa no Mi.