Hay rumores sobre…
... que existe una isla del East Blue donde una tribu rinde culto a un volcán.
[Autonarrada] [Tier 2] Recuerdos Lejanos.
Takahiro
La saeta verde
Día 39 del año 724.
Verano.
Loguetown.

Era una tarde cualquiera en el encantador cuartel de la Marina del gobierno mundial, concretamente en el G-31 situado en la ínsula de Loguetown. El sol estaba cayendo por el horizonte, tiñendo el cielo de una amalgama de colores cálidos, que iban degradándose dejando ver muy en la lejanía el oscuro azul marino de la noche. Era precioso, al menos eso pensaba Takahiro, que contemplaba tan maravilloso paisaje desde uno de los ventanales de la cantina. 

Se encontraba solo, tomando un zumo de naranja, manzana y zanahoria, licuado que no triturado, con dos cubitos de hielo para que entrara más fácilmente. Su boca salivaba cada vez que le daba un sorbo al vaso de cristal, pues el zumo tenía un pequeño toque ácido en el primer sorbo, que se apaciguaba con el dulzor de la zanahoria y la manzana. A Takahiro le encantaba la naranja, aunque prefería las mandarinas del archipiélago de Conomi, cuyo sabor era incapaz de describir con palabras. Eran mágicas; simplemente.

Sin darse cuenta de ello, un grupo de reclutas se había colocado cerca de su mesa y habían entablado una conversación banal sin mucho interés, acerca de la reconstrucción de la base. Miraron con admiración al peliverde, que les sonrió y continuó absorto en sus pensamientos. Sin embargo, el más descarado de ellos, un sujeto pelirrojo con cara de sinvergüenza se acercó a Takahiro.

—¿Tú eres el famoso Takahiro? —le preguntó.

Ese desparpajo despertó una sonrisa en el peliverde, que giró su cuerpo hacia donde estaba el joven. Era pelirrojo, de ojos verdes y bastante fuerte. No muy alto y con el uniforme mal puesto. Tenía pinta de ser un individuo de los que Shawn no toleraba.

—El mismo que viste y calza —le respondió—. ¿Y tú eres…? —preguntó el espadachín, arqueando una ceja con cierto interés.

—Mi nombre es Steve Finsher, aprendiz de marine y futuro capitán del G-31 —le respondió.

—Que la Oni no te escuche o te arrancará la cabeza —bromeó el peliverde-

—¿La buenorra con cuernos con que sueles andar?

—Esa misma —le dijo—. Aunque eso de buenorra…

—No sabes lo que tienes en casa, señor Taka.

La conversación se alargó durante un buen rato más, cayendo por completo la noche. Takahiro aceptó que los reclutas comieran con él, mientras le contaban sus historietas. Eran un grupo de amigos de la infancia, de un reino que había sido asolado por un grupo de piratas hacía pocos años. Así que tan solo les había quedado la opción de alistar a la marina para ganarse el sustento. ¿Cuántos pobres jóvenes habría como ellos? Era irónico que el espadachín pensara eso, cuando él mismo presentó la solicitud de acceso para la marina para poder pagar el tratamiento de su abuelo y mudarse de Nanohana a un lugar donde no pagar el alquiler. En fin.

—Y si usted es de Arabasta, ¿cómo es que actúas como un samurái? —preguntó el segundo recluta, un individuo de cabellos dorados, ojos azules y mirada alegre. Era bastante más alto que el pelirrojo, superando en unos centímetros incluso a Taka. Sus modales eran más rectos que los de su compañero, pero algo le decía que tenía más malicia—. No es normal ver a alguien criado en la cultura del desierto con una katana.

—Es una larga historia… —dijo, rememorando en su cabeza otros tiempos—. Pero creo que puedo resumirlo mientras nos tomamos el postre.



Un día cualquiera de primavera.
Nanohana, Isla de Sandy.
Año 718.

Era una mañana como otra cualquiera en el humilde pueblo costero de Nanohana. Takahiro se encontraba vestido con un chándal de color vino tinto, con franjas blancas en los laterales del pantalón y de la sudadera, la cual tenía atada a la espalda. Su camiseta blanca estaba muy sudada, pues se encontraba en el puerto transportando cajas de un lado del puerto al otro. Estaba trabajando como mozo de carga. Había comenzado a las cuatro de la madrugada y eran casi las diez, así que estaba a punto de terminar.

—Ya puedes marcharte, Kenshin —le dijo Brahim, su encargado.

Era un sujeto grande en todos los sentidos que pueda tener esa palabra. Medía más de dos metros de altura, y su barriga podía tener órbita propia si se lo propusiera. Vestía con un pantalón negro de pescador, una camiseta blanca de tirantas que parecía que le quedaba pequeña y un gorro azul que tapaba su alopecia. Sin embargo, sus rasgos eran los de una persona buena y sin malicia, de ojos azules como el cielo diurno y una sonrisa agradable, que te reconfortaba con tan solo verla.

—¿Seguro? —le preguntó—. No me importa echar un par de horas más.

—No hace falta —le dijo—. Que cuando tenga que pagarte las horas extras voy a tener que darte dos sueldos.

—Tampoco me quejaría, la verdad —le dijo Taka, riendo poco después.

—Ese es el problema, que no te quejas.

—Pues nos vemos mañana, jefe —le dijo.

—Hasta mañana, muchacho. ¡Y recuerda coger la caja que esta en la cámara frigorífica! —le gritó desde lejos.

Era viernes, y ese día Brahim le entregaba una caja grande con distintos tipos de pescado, ya limpios y listos para guardarlos en el congelador. Muchos de ellos estaban envasados al vacío, un sistema que llevaba poco tiempo empleando, pero que había gustado mucho a la población del lugar, que veía aquello como una mejor manera de conservar el pescado en la nevera. ¿La razón? Porque al reducir el aire en la bolsa duraba más tiempo, o algo así le habían dicho.

Caminó hasta llegar a su casa. Era un lugar pequeño, pero bastante agradable. Su abuelo había tenido que vender su casa para saldar las deudas de la empresa familiar que había heredado su tío, el cual era un negado para los negocios. No trabajaba y siempre buscaba formas extrañas de hacerse rico, mientras la empresa caía cada vez más en la miseria. Sin embargo, su abuelo no le decía nada. Tan solo agachaba la cabeza y suspiraba. Eso le sacaba de quicio.

—¡Ya he llegado! —alzó la voz Taka, entrando por la puerta.

Avanzó hasta la cocina, dejando la caja sobre la encimera, abriendo y sacando lo que había entro a medida que hablaba con su abuelo, colocándolo todo en el frigorífico. A excepción de algunas porciones de pescado seco, como atún o bacalao, que metía en un cajón de la alacena.

—Buenos días, hijo —le dijo su abuelo—. ¿Qué tal el día?

—Bien, como siempre —le respondió—. ¿Y tú como has estado hoy? ¿Te has acordado de tomarte las medicinas?

—Sí, Taka —le respondió el anciano, que se levantó y se aproximo hacia el peliverde—. ¿Qué nos han dado hoy?

—Lo mismo de siempre: atún, bacalao, unos lomos de merluza verde, unos boquerones en vinagre y pez espada.

—Que rico, pez espada —comentó su abuelo por lo bajo—. Voy a prepararlo con cebolla, pimientos, ajito y tomate. Quizá le eche unas patatas.

El estómago de Takahiro comenzó a rugir de pronto.

—Veo que te ha gustado la idea —sonrió el viejo, que miraba a su nieto felicidad en la mirada—. Dúchate y vamos al mercado.

Se desnudó en apenas dos movimientos y se metió en el plato de ducha. Nada más abrir el grifo, el agua fría cayó sobre su musculado cuerpo, deslizándose por su piel. Al primer contacto tuvo el instinto de echarse a un lado, a fin de cuentas, era agua fría. Se mantuvo bajo el chorro unos segundos, en los que respiró profundamente y negaba con la cabeza. Estaba cansado de trabajar y su tío no estaba en casa, ¿dónde se habría metido ese impresentable? Era lo único en lo que podía pensar el peliverde. Cerró los ojos, tratando de calmar el instinto de golpearle en la cara en cuanto lo viera, y tras eso se enjabonó y aclaró. Su mente estaba más despejada y su estrés se había reducido. Finalmente, se secó y se vistió para salir a comprar.

El mercado estaba bullicioso, tanto que era casi imposible moverse con soltura. Cada unos pocos metros, su abuelo se veía obligado a pararse para poder caminar, ya que no le dejaban paso. La gente parecía no tener modales. Fue en ese momento, cuando un jovenzuelo algo más mayor que Takahiro tiro a su abuelo al suelo, y ni tan siquiera le pidió disculpas. Ante eso, mientras dos hombres ayudaban a levantar al anciano, que Takahiro alzó la voz por encima de todo ruido.

—¡Eh, tú! —gritó, mientras cogía un huevo de un puesto que había y se lo lanzaba a la cabeza. Nunca había tenido mucha puntería, pero esa vez le dio de lleno—. Al menos podrías pedir disculpas, ¿no crees?

Aquel sujeto se giró y miró a Takahiro, mientras con la mano se quitaba toda la sustancia que poseía el huevo en su interior, clara y yema, algo que de secarse rápido en su cabeza iba a dejarle con un hedor pestilente durante varias horas, incluso después de ducharse.  Nada más acercarse, empujó al peliverde al suelo, cayendo justo al lado del bastón que usaba su abuelo para ayudarse a caminar.

—Ya estamos en paz, niñato —le dijo el insolente—. Si ese viejales no está para caminar entre los vivos que se muera o que se quede en casa. No es mi culpa que se haya puesto en medio.

Takahiro se levantó, sujetando el bastón con la mano y cogiéndolo como si fuera una espada. Ante eso, su abuelo le miró con asombro. Estaba sujetando el bastón con ambas manos, con una pierna superponiendo la otra y algo agachado, tomando lo que en esgrima wanense se llamaba como guardia media.

—Te he dicho que le pidas disculpas a mi abuelo —repitió Takahiro.

—Qué miedo, el niñito tiene un bastón —le dijo el muchacho, sacando una navaja—. No voy a repetírtelo. Vete de aquí.

—Y yo no te lo voy a repetir a ti… ¡Pídele perdón!

El joven se abalanzó sobre Takahiro, trazando un movimiento bastante elástico con su brazo, intentando clavarle aquel cuchillo en algún lado del cuerpo durante varios intentos. Casi por instinto, el peliverde bloqueo con el bastón, haciendo fluidos movimientos con aquella arma improvisada. Finalmente, cuando vio la oportunidad, realizó un movimiento descendente, golpeando la mano del joven, para luego bordearle y golpearle en el cuello con fuerza. El golpe le dio en la nuez, haciendo que perdiera la respiración durante un instante, en el que el que Takahiro aprovechó para darle una patada en las zonas blandas y hacer que cayera al suelo, dolorido.

Un rato después llegó la guardia de Nanohana y encarceló al muchacho.



De vuelta al presente…

—Y esa es la historia —continuó diciendo el marine, que miraba por la ventana nostálgico—. Desde ese día mi abuelo se dedicó a entrenarme y enseñarme mis orígenes. Me contó que procedía de Wano y que tenía talento natural para la espada.
#1


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