Zane
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10-11-2024, 02:40 PM
Invierno del año 720.
Isla de Dawn.
Me desperté de golpe, creyendo que el golpe de un látigo estaba levantando la piel de mi espalda, pero no fue así, eran imaginaciones mías. Sin embargo, volví a notar una molestia en la zona baja de la lumbar. Miré de reojo y vi como una rata estaba intentando morderme, se creía que era comida.
—Aparta, bicho de mierda —maldije, golpeando con la mano a la dichosa rata, que se quedó sobre el suelo, completamente inerte. Sí, la había matado. ¿Y qué? Era un ser repleto de enfermedades que no gustaban a nadie, y a mi tampoco. Pobre, pero con algo de decoro.
Me encontraba tumbado en un lugar frío y húmedo, repleto de basura maloliente. Bajo mi espalda había algo blando, pero no quería saber que era en realidad. El hedor que emanaba me hacía tener arcadas y me regurgitaba todo lo que tenía en el estómago. Notaba como una sensación ácida me subía por el pecho, llegando a mi garganta y haciéndome dar una arcada. Sin embargo, estaba feliz. Por primera vez en mucho tiempo podía decir que era libre, libre de verdad. Aquello no era un sueño o una de las canciones que había creado en mi cabeza anhelando libertad, sino que era real.
—¿Y ahora qué? —pregunté en voz alta, acabando con el absoluto silencio de aquel lugar asqueroso—. Creo que debería levantarme e intentar marcharme de aquí.
Me levanté rápidamente y descubrí que bajo mi había una fresca cagada de algún animal salvaje. Era de una tonalidad marrón con tonalidades verdosas, seguramente de algún tipo de animal salvaje que no quería encontrarme. Caminé en línea recta, tratando de alejarme de la zona por la que había venido. A fin de cuentas, si mi cuerpo no aparecía era probable que quisieran buscarme…, o tal vez, después de todo era un triste esclavo.
Poco después de comenzar a caminar, me topé de frente con una casa con un tendedero con ropa limpia. Me planteé pasar de largo, pero tenía la necesidad de asearme e intentar conseguir algo de ropa. Me acerqué con cautela, tratando de no llamar mucho la atención, sin embargo, un sonido metálico hizo que me girara de pronto.
—Creo que te has equivocado de lugar —comentó una voz masculina, que sujetaba un rifle—. Será mejor que te marches de aquí.
Era un hombre mayor, de unos sesenta o setenta años, con cara de mala leche. De cabellos grisáceos, que en otros tiempos habían sido morenos, ojos marrones y bastante corpulento. No bajaba el rifle y parecía dispuesto a disparar si no me marchaba.
—No quiero problemas, hermano —le dije, girándome lentamente—. Solo quiero ducharme y algo de ropa.
—Y pensabas robarla.
—Tomarla prestada, más bien —comenté, desviando mi mirada hacia un lado.
Entonces reparé en que el hombre había bajado el rifle y me miraba con cierto desdén, apoyando el rifle sobre su hombro.
—Está bien —dijo—. Date un agua en el patio con la manguera y te daré algo de ropa que he encontrado por aquí. Después te vas.
Esa muestra de solidaridad me supo extraña, pero al mismo tiempo me hizo recuperar algo de fe en la raza humana. Sin embargo, no podía fiarme ya que estaba armado. Me dirigí hacia el patio lateral de la casa, en la que había una manguera. El hombre me trajo un trozo de jabón verde, con el que me di en todas y cada una de las partes de mi cuerpo. Con la manguera me quité toda la mugre que llevaba acumulada desde hacía dos días y lo cierto es que me sentó muy bien. También me dio un pantalón azul marino y una camiseta blanca. Calzado de mi número no tenía, pero estaba acostumbrado a caminar descalzo.
Entonces, el hombre me miró de arriba hacia abajo, sin soltar el rifle en ningún momento, que seguía apoyado sobre su hombro.
—No eres de aquí, ¿verdad? —me preguntó, con voz calmada.
—De ningún lado, realmente —le respondí, con sequedad—. No soy de las personas que se atan a un lugar. Voy de aquí para allá —mentí con descaro.
—Eso es porque no has encontrado tu sito —me dijo, clavando sus ojos marrones sobre los míos—. Cuando lo encuentres te parecerá mucho mejor estar en un lugar que seguir dando tumbos de un lado al otro. Y si yo fuera tú intentaría no enseñar esa marca a nadie —me dijo, señalando la marca que me había dejado el dragón celestial hacía ya muchos años—. ¿Quieres que te lo tape? —me preguntó—. A fin de cuentas, entre nosotros tenemos que defendernos.
El hombre se levantó la camiseta, en el costado tenía un tatuaje que escondía la marca de los dragones celestiales.
—Así que usted también…
—Hace mucho —me interrumpió—. Aquí entre la basura nadie me buscará, así que no tengo que preocuparme mucho. Pero algo me dice que tu aún vas a tardar mucho en estabilizarte en la vida, así que lo mejor es taparlo.
A pesar de mi desconfianza inicial, que aquel señor también hubiera pasado por lo mismo que yo me hizo tener cierta empatía con él. Entre los antiguos esclavos teníamos que ayudarnos, ya que todos habíamos pasado por el mismo suplicio. El hombre con tinta de color negro, gris y azul me tatuó un lobo aullando a la luna. Fue un trabajo que duró muchas horas, demasiadas para mi gusto. Pero era agradable habar con alguien. Además, tenía un pequeño Pomerania de color marrón muy clarito, de apenas dos o tres meses de vida. Era un encanto.
Fue en ese momento, justo antes de poder marcharme, que el hombre se puso nervioso. «Viene alguien», me dijo, aunque yo era incapaz de escuchar nada. Me dijo que huyera dirección sur y que, en cuanto llegara a la bifurcación, fuera hacia la izquierda. Allí llegaría a un acantilado que tenía un pequeño efecto óptico, una vez llegara debía dejarme caer pegado a la roca y podría esconderme en una cueva.
Y eso hice. Me alejé de allí rápidamente y no miré atrás.
Estuve tres noches y dos días en aquella cueva, cuyo interior daba a una especie de acuífero subterráneo del cual pude beber agua dulce. Sin embargo, no se puede vivir únicamente de agua, así que cuando el hambre llamo a mi puerta volví a casa del hombre, a quien encontré muerto sobre el frío suelo, bajo un charco de sangre. Le había atravesado el pecho con una espada y su perrita estaba a su lado, triste y apenada. Cogí al Pomerania, a quien bauticé como princesa, y tras comer algo, me fui de allí.
Caminé por la costa hasta llegar a un pueblo alejado, bastante acogedor. Me ofrecí a trabajar a cambio de que me sacaran de allí.
A día de hoy sigo arrepintiéndome de no haberme quedado con el hombre y haber huido. ¿La razón? Estando en el barco me enteré de que fue ajusticiado por soldados del reino, que cumplían órdenes del rey. Estaban buscando a los esclavos que había huido tras el incendio de la casa. Rebuscaron entre las pertenencias del hombre y encontraron en la basura mi traje de esclavo. Fue un error no habérmelo llevado, pero son cosas que pasan.
Siempre estaré en deuda con aquel hombre, cuyo nombre ni tan siquiera pregunté.