Alguien dijo una vez...
Rizzo, el Bardo
No es que cante mal, es que no saben escuchar.
[Aventura] Las dos caras de la moneda [T1]
Ragnheidr Grosdttir
Stormbreaker
Día 25 de Verano del año 724.

La mañana siguiente a la histórica revolución en Oykot es un contraste vivo entre el caos del día anterior y el renacer de una nueva esperanza. El sol se asoma tímidamente entre las nubes, como si también estuviera despertando de la tormenta. Los destrozos de la guerra aún son evidentes, fachadas de casas desgarradas, calles salpicadas de escombros y algunos edificios reducidos a esqueleto de lo que alguna vez fueron. Las cicatrices del conflicto aún laten en el paisaje, pero no logran opacar la energía que inunda el aire. En las calles, la gente se mueve con un propósito renovado. Civiles y revolucionarios trabajan codo a codo, improvisando brigadas para limpiar las avenidas y rescatar lo que se pueda de las viviendas. Hay hombres arrastrando vigas, mujeres distribuyendo agua y alimentos, y niños corriendo por los escombros, sus risas resonando como campanas. Los más pequeños llevan pañuelos rojos atados a la cabeza, símbolos del movimiento revolucionario. Algunos tienen en sus manos muñecos que se han fabricado en tiempo record de los propios héroes.

A pesar de las ruinas, hay felicidad en los rostros de todos. Los ojos brillan con el fuego de la victoria y los labios se curvan en sonrisas llenas de alivio y orgullo. Las personas se abrazan al cruzarse, felicitándose mutuamente, compartiendo anécdotas de heroísmo de la noche anterior. Algunos entonan canciones improvisadas, mientras otros colocan banderas en las ventanas y techos de lo que quedó de sus hogares. En la plaza central, un lugar que solía estar dominado por estatuas de los monarcas caídos, ahora hay un improvisado altar construido con flores y banderas revolucionarias. La multitud se reúne alrededor, coreando consignas de libertad y unidad. El ambiente, aunque cargado por el polvo y la destrucción, es vibrante y lleno de vida. Los habitantes de Oykot saben que queda un largo camino por delante, pero, por primera vez en mucho tiempo, miran al horizonte con esperanza. La libertad ha llegado, y con ella, la promesa de reconstruir no solo sus hogares, sino también su futuro.



La alegría es inmensa, pero toda historia tiene varias caras. La otra, la que no se suele ver y tampoco remarca nadie, la representa una niña de no más de cinco años, sentada en lo que debería ser la puerta de su casa. Los cuerpos de sus padres, se intuyen que están bajo los escombros, pero nadie escucha sus gritos de auxilio y por consecuencia, nadie está ahí para ayudarla. Los cánticos y celebraciones opacan sus chillidos, que se van apagando conforme se va quedando sin energía. La distancia entre la plaza central y los destrozos en esta pequeña calle repleta de casas quemadas y en la mierda más absoluta es de cuarenta metros.

Cuarenta metros de pura realidad y tristeza.

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