Dr Zhivago
Doc Zhivago
Hace 11 horas
Capítulo I: Érase una vez en un burdel...
Un joven de tan solo veinticuatro años se encontraba recostado en uno de los asientos de aquel burdel, aquel avernal lugar era el décimo círculo olvidado por Dante en su 'Divina comedia', realmente le era incómodo sentarme en aquel sillón, daba igual como me recostará que al veinteañero le continuaba resultando molesto. Pero aquello no era lo único que le molestaba, de hecho, posiblemente fuera el menor de sus problemas en aquellos instantes. Realmente despreciaba muchas cosas de ahí dentro, lo primero era el olor, el olor a ron destilado clandestinamente que casi provocaba que echará las gachas que acababa de comer, que, por cierto, ya eran vomitivas de por sí. Lo segundo eran las mujeres que periódicamente le acosaban vendiéndome un producto, su cuerpo. Lo tercero era su cuerpo, los cuales eran viscerales, impuros, imperfectos, plagados de estigmas y de enfermedades venéreas tan repugnantes ¿Además acaso no veían claramente que estaba sin blanca? Lo cuarto era la cubertería de hojalata ¿Acaso pretendían matar a alguien de una intoxicación? A saber, la cantidad de bacterias que podía contener el tenedor, y por si aquella ristra de mierda no fuera suficiente, finalmente ocurrió lo único que podía terminar de sacarle sus casillas, que no era otra cosa como que le dieran palmadillas en la espalda.
—Una partida de póquer, joven— le propuso un trilero, hombre de mediana edad, moreno, de apenas metro setenta, tal vez incluso menos, de una complexión errática y poco equilibrada, como, por ejemplo, aquellas manos resultaban exageradamente grandes para el tamaño de sus brazos, lo mismo le ocurría con sus ojos, los cuales también parecían tener un tamaño anormal en aquel rostro hundido y apático. A pesar de todo, nuestro joven había aprendido bien las moralejas de no fiarse por las primeras impresiones, por lo que a pesar de que Adam, que era el nombre del sujeto, estuviera absurdamente borracho, lo suficiente como para no poder ni tan siquiera ocultar las cartas que llevaba debajo de las mangas de aquel abrigo de pieles harapientas.
Pero como todas las buenas historias, es aquí donde nuestros héroes de orígenes humildes se conocen, comparten bebida y se hacen a la mar como inseparables compañeros.
—Solo hay dos tipos de personas— le replicó mientras, de un gesto tan fortuito como violento, le clavaba el tenedor en la carótida del pobre rufián. El cual, tras un aullido de dolor, cayó al suelo muerto en unos segundos. Nuestro protagonista no era doctor, al menos no todavía, pero rápidamente le quedo claro que efectivamente Adam había muerto —Las que se merecen mi respeto, las que se merecen mi autopsia, tú eres de las segundas— finalizó entre murmullos de los que se habían percatado de la escena.
Vaya, parece que el héroe de nuestra historia hoy se ha levantado con el pie izquierdo. Bueno, le seguimos llamando héroe porque, aunque seguramente haya propinado una muerte desagradable, el desangrado era una alternativa mucho mejor a la infección que le habría acabado produciéndole el cubierto, o las que tuviera encima el pobre diablo, en fin, seguramente el historial clínico del difunto debía estar igual de limpio que el historial delictivo de nuestro peculiar héroe.
La música del burdel, un jazz del estilo más chispeante, se detuvo diez segundos antes de volver a continuar como si nada hubiera pasado, con el mismo fulgor y la pasión de la lujuria de aquel lugar, como si nada hubiera pasado. El hombre desgraciadamente cayó sobre el regazo del nuestro protagonista, el cual no pudo evitar hacer una mueca por el incidente.
—Hasta muerto, me sigue tocando— fue probablemente el pensamiento, el rubio.
El cadáver conservaba aún la expresión de grito en la cara y unos ojos abiertos que daban mal rollo, bueno a nuestro héroe tal vez le pusiera algo cachondo, no estoy seguro la verdad, la verdad es que un poco rarito. Fuera como fuese, parece que el joven, teniendo un gesto de respecto por la vida humana por primera vez esa noche, y no sin antes enfundarse en sus desgastados guantes de cuero, cerro los ojos del cuerpo inerte.
Aquello habría terminado como un gesto “bonito” de no ser porque acto seguido se puso a examinarle los dientes, sí, puede que efectivamente aquel joven anónimo fuese algo fetichista. Si bien el joven no tenía unos conocimientos profundos en medicina, tales como tratamientos y curas, sí que tenía una ascendiente reputación en el campo forense. Mientras revisaba primero con los dedos, la conclusión a la que llego fue rotunda. Y es que aquellos dientes estaban en muy mal estado, además ese sangrado en la boca solo podía significar que había ahorrado al pobre una muerte dolorosa, o al menos se la había adelantado. Tan buen ejemplo le parecían los dientes enfermos del sujeto, que, sacando unos alicates de la chaqueta, extrajo sin mucho reparo, diente por diente, cada una de las piezas bucales de aquel fiambre guardándolas sistemáticamente en uno de los plastificados que solían usar para las muestras, tirando el cadáver a un lado cuando acabé la recogida de material óseo.
—Una más para la colección — pensó orgullo el peculiar "detective".
Pero bueno a fin de cuentas a nuestro misterioso sujeto le encantaba el morbo que tenían aquellos antros decadentes, y lo mejor de todo es que era un lugar magnífico donde encontrar especímenes de las enfermedades más maravillosas que podían habitar este mundo, aunque eso también le infundía respeto, ya que no deseaba contraer ninguna y siempre solía tener paranoias recurrentes al respecto. Otra cosa que le gustaba es que el lugar era discreto, más o menos, o que por lo menos no ponían pegas a casi nada de lo que hicieran o dejaran de hacer dentro los clientes, de hecho aquel hombre era el octavo que caía en lo que llevábamos de noche y eso solo que el local llevaba abierto escasamente veinte minutos.
Pero lo bizarro de la situación no acababa allí, sin lugar a dudas, aquellas "prácticas de campo" eran las mejores que podían corresponder a la que había sido la primera promoción de la carrera de antropología, no solo por la calidad de los especímenes, sino por su cantidad. De hecho, los cinco primeros hombres habían muerto por herida de bala en una negociación que se había torcido a primera hora de la noche. De estos, el quinto le había pedido ayuda urgente por herida de arma blanca, pero no le atendió, ya que su herida se había producido en los cinco minutos que esperaba que le terminarán de atender en la barra, además carecía de título. Tal vez no debería haberse presentado cuando preguntaron por un doctor en la sala, era doctor sí, pero no de la clase que ellos esperaban. En fin, “En los detalles está el diablo” decían.
Al sexto había sido decapitado, su cabeza se encontraba debajo de la mesa en la que había escogido sentarse, por lo que pudo recoger sus muestras de dientes al igual que había hecho con el octavo, las cuales estaban en mejor estado que las de este último. El séptimo se había caído “accidentalmente” por las escaleras. Y es que había comenzado a bajar las escaleras de manera extremadamente lenta y torpe, posiblemente producto de alguna sustancia exótica que hubiera catado en los baños de la planta superior, todo esto con la mala suerte de que las escaleras eran estrechas y con escalones desnivelados, aunque la mala fortuna no era otra que el hecho de tener a nuestro héroe detrás, tratando de bajar ese mismo escalones con bastante más brío de lo que proponía nuestra futura víctima, por lo que nuestro veinteañero favorito se vio forzado a un acto de heroísmo ayudar a nuestro despistado e inocente parroquiano dándole un pequeño empujón.
Lamentablemente, si bien el empujón logro acelerar el proceso de descender las intrincadas escaleras, este fue algo accidentado, sufriendo el adicto una serie de fracturas múltiples, entre otras cosas dolorosas, ya que las escaleras al igual que con el resto de local no brillaba por su higiene. Por lo que cosas como que le atravesará un clavo traicionero que sobresalía de uno de los tablones, o te propinarán algunas patadas para ver tu estado de consciencia puede que no fuera el mejor de los tratamientos, pero no podemos culpar a nuestro “doctor”, después de todo su especialidad se encuentra en los muertos, no en los vivos.
—Tan solo lo hice para saber si estaba consciente, era el protocolo que le habían enseñado, más o menos— pensó para sus adentros, mientras daba un trago en la barra, minutos después del accidente —La clave para estar con paz uno mismo se encontraba en saber perdonarse a uno estos pequeños fallos— recordó parafraseando una frase de esos típicos libros de autoayuda.
El caso es que al final de la dura jornada laboral de nuestro caballero andante, que se produjo cuando eran exactamente las tres de la mañana, que coincidió con la imposibilidad a la que se enfrentó nuestro “doctor” tras fracasar de forma estrepitosa en la compra de uno de los cuadros del local con los que se había encaprichado, al final su jefe no se equivocaba cuando le decía que aún tenía que mejorar sus habilidades regateadoras. Ante la negativa del dueño, nuestro héroe se vio forzado a salir del local de buenas maneras, dejando el local incendiado a mi salida, siendo reducido a cenizas y huesos calcinados en cuestión de minutos. Desapareciendo como una persona que jamás había estado allí.
Y es que en la Grey Terminal nadie echaría de menos un local pequeño como aquel, ni tampoco quedaría nadie que pudiera recordar un rostro, y los accidentes en destilerías clandestinas como aquella eran tan frecuentes como olvidables. Al igual que nadie, recordaría el nombre de Iván Ilich.
Un joven de tan solo veinticuatro años se encontraba recostado en uno de los asientos de aquel burdel, aquel avernal lugar era el décimo círculo olvidado por Dante en su 'Divina comedia', realmente le era incómodo sentarme en aquel sillón, daba igual como me recostará que al veinteañero le continuaba resultando molesto. Pero aquello no era lo único que le molestaba, de hecho, posiblemente fuera el menor de sus problemas en aquellos instantes. Realmente despreciaba muchas cosas de ahí dentro, lo primero era el olor, el olor a ron destilado clandestinamente que casi provocaba que echará las gachas que acababa de comer, que, por cierto, ya eran vomitivas de por sí. Lo segundo eran las mujeres que periódicamente le acosaban vendiéndome un producto, su cuerpo. Lo tercero era su cuerpo, los cuales eran viscerales, impuros, imperfectos, plagados de estigmas y de enfermedades venéreas tan repugnantes ¿Además acaso no veían claramente que estaba sin blanca? Lo cuarto era la cubertería de hojalata ¿Acaso pretendían matar a alguien de una intoxicación? A saber, la cantidad de bacterias que podía contener el tenedor, y por si aquella ristra de mierda no fuera suficiente, finalmente ocurrió lo único que podía terminar de sacarle sus casillas, que no era otra cosa como que le dieran palmadillas en la espalda.
—Una partida de póquer, joven— le propuso un trilero, hombre de mediana edad, moreno, de apenas metro setenta, tal vez incluso menos, de una complexión errática y poco equilibrada, como, por ejemplo, aquellas manos resultaban exageradamente grandes para el tamaño de sus brazos, lo mismo le ocurría con sus ojos, los cuales también parecían tener un tamaño anormal en aquel rostro hundido y apático. A pesar de todo, nuestro joven había aprendido bien las moralejas de no fiarse por las primeras impresiones, por lo que a pesar de que Adam, que era el nombre del sujeto, estuviera absurdamente borracho, lo suficiente como para no poder ni tan siquiera ocultar las cartas que llevaba debajo de las mangas de aquel abrigo de pieles harapientas.
Pero como todas las buenas historias, es aquí donde nuestros héroes de orígenes humildes se conocen, comparten bebida y se hacen a la mar como inseparables compañeros.
—Solo hay dos tipos de personas— le replicó mientras, de un gesto tan fortuito como violento, le clavaba el tenedor en la carótida del pobre rufián. El cual, tras un aullido de dolor, cayó al suelo muerto en unos segundos. Nuestro protagonista no era doctor, al menos no todavía, pero rápidamente le quedo claro que efectivamente Adam había muerto —Las que se merecen mi respeto, las que se merecen mi autopsia, tú eres de las segundas— finalizó entre murmullos de los que se habían percatado de la escena.
Vaya, parece que el héroe de nuestra historia hoy se ha levantado con el pie izquierdo. Bueno, le seguimos llamando héroe porque, aunque seguramente haya propinado una muerte desagradable, el desangrado era una alternativa mucho mejor a la infección que le habría acabado produciéndole el cubierto, o las que tuviera encima el pobre diablo, en fin, seguramente el historial clínico del difunto debía estar igual de limpio que el historial delictivo de nuestro peculiar héroe.
La música del burdel, un jazz del estilo más chispeante, se detuvo diez segundos antes de volver a continuar como si nada hubiera pasado, con el mismo fulgor y la pasión de la lujuria de aquel lugar, como si nada hubiera pasado. El hombre desgraciadamente cayó sobre el regazo del nuestro protagonista, el cual no pudo evitar hacer una mueca por el incidente.
—Hasta muerto, me sigue tocando— fue probablemente el pensamiento, el rubio.
El cadáver conservaba aún la expresión de grito en la cara y unos ojos abiertos que daban mal rollo, bueno a nuestro héroe tal vez le pusiera algo cachondo, no estoy seguro la verdad, la verdad es que un poco rarito. Fuera como fuese, parece que el joven, teniendo un gesto de respecto por la vida humana por primera vez esa noche, y no sin antes enfundarse en sus desgastados guantes de cuero, cerro los ojos del cuerpo inerte.
Aquello habría terminado como un gesto “bonito” de no ser porque acto seguido se puso a examinarle los dientes, sí, puede que efectivamente aquel joven anónimo fuese algo fetichista. Si bien el joven no tenía unos conocimientos profundos en medicina, tales como tratamientos y curas, sí que tenía una ascendiente reputación en el campo forense. Mientras revisaba primero con los dedos, la conclusión a la que llego fue rotunda. Y es que aquellos dientes estaban en muy mal estado, además ese sangrado en la boca solo podía significar que había ahorrado al pobre una muerte dolorosa, o al menos se la había adelantado. Tan buen ejemplo le parecían los dientes enfermos del sujeto, que, sacando unos alicates de la chaqueta, extrajo sin mucho reparo, diente por diente, cada una de las piezas bucales de aquel fiambre guardándolas sistemáticamente en uno de los plastificados que solían usar para las muestras, tirando el cadáver a un lado cuando acabé la recogida de material óseo.
—Una más para la colección — pensó orgullo el peculiar "detective".
Pero bueno a fin de cuentas a nuestro misterioso sujeto le encantaba el morbo que tenían aquellos antros decadentes, y lo mejor de todo es que era un lugar magnífico donde encontrar especímenes de las enfermedades más maravillosas que podían habitar este mundo, aunque eso también le infundía respeto, ya que no deseaba contraer ninguna y siempre solía tener paranoias recurrentes al respecto. Otra cosa que le gustaba es que el lugar era discreto, más o menos, o que por lo menos no ponían pegas a casi nada de lo que hicieran o dejaran de hacer dentro los clientes, de hecho aquel hombre era el octavo que caía en lo que llevábamos de noche y eso solo que el local llevaba abierto escasamente veinte minutos.
Pero lo bizarro de la situación no acababa allí, sin lugar a dudas, aquellas "prácticas de campo" eran las mejores que podían corresponder a la que había sido la primera promoción de la carrera de antropología, no solo por la calidad de los especímenes, sino por su cantidad. De hecho, los cinco primeros hombres habían muerto por herida de bala en una negociación que se había torcido a primera hora de la noche. De estos, el quinto le había pedido ayuda urgente por herida de arma blanca, pero no le atendió, ya que su herida se había producido en los cinco minutos que esperaba que le terminarán de atender en la barra, además carecía de título. Tal vez no debería haberse presentado cuando preguntaron por un doctor en la sala, era doctor sí, pero no de la clase que ellos esperaban. En fin, “En los detalles está el diablo” decían.
Al sexto había sido decapitado, su cabeza se encontraba debajo de la mesa en la que había escogido sentarse, por lo que pudo recoger sus muestras de dientes al igual que había hecho con el octavo, las cuales estaban en mejor estado que las de este último. El séptimo se había caído “accidentalmente” por las escaleras. Y es que había comenzado a bajar las escaleras de manera extremadamente lenta y torpe, posiblemente producto de alguna sustancia exótica que hubiera catado en los baños de la planta superior, todo esto con la mala suerte de que las escaleras eran estrechas y con escalones desnivelados, aunque la mala fortuna no era otra que el hecho de tener a nuestro héroe detrás, tratando de bajar ese mismo escalones con bastante más brío de lo que proponía nuestra futura víctima, por lo que nuestro veinteañero favorito se vio forzado a un acto de heroísmo ayudar a nuestro despistado e inocente parroquiano dándole un pequeño empujón.
Lamentablemente, si bien el empujón logro acelerar el proceso de descender las intrincadas escaleras, este fue algo accidentado, sufriendo el adicto una serie de fracturas múltiples, entre otras cosas dolorosas, ya que las escaleras al igual que con el resto de local no brillaba por su higiene. Por lo que cosas como que le atravesará un clavo traicionero que sobresalía de uno de los tablones, o te propinarán algunas patadas para ver tu estado de consciencia puede que no fuera el mejor de los tratamientos, pero no podemos culpar a nuestro “doctor”, después de todo su especialidad se encuentra en los muertos, no en los vivos.
—Tan solo lo hice para saber si estaba consciente, era el protocolo que le habían enseñado, más o menos— pensó para sus adentros, mientras daba un trago en la barra, minutos después del accidente —La clave para estar con paz uno mismo se encontraba en saber perdonarse a uno estos pequeños fallos— recordó parafraseando una frase de esos típicos libros de autoayuda.
El caso es que al final de la dura jornada laboral de nuestro caballero andante, que se produjo cuando eran exactamente las tres de la mañana, que coincidió con la imposibilidad a la que se enfrentó nuestro “doctor” tras fracasar de forma estrepitosa en la compra de uno de los cuadros del local con los que se había encaprichado, al final su jefe no se equivocaba cuando le decía que aún tenía que mejorar sus habilidades regateadoras. Ante la negativa del dueño, nuestro héroe se vio forzado a salir del local de buenas maneras, dejando el local incendiado a mi salida, siendo reducido a cenizas y huesos calcinados en cuestión de minutos. Desapareciendo como una persona que jamás había estado allí.
Y es que en la Grey Terminal nadie echaría de menos un local pequeño como aquel, ni tampoco quedaría nadie que pudiera recordar un rostro, y los accidentes en destilerías clandestinas como aquella eran tan frecuentes como olvidables. Al igual que nadie, recordaría el nombre de Iván Ilich.