Rose D. Hestia
Vesta
02-12-2024, 02:54 AM
La luna estaba alta sobre la Isla Kilombo, bañando el puerto de Pueblo Rostock con una luz plateada y difusa. Los botes de pesca y las viejas embarcaciones de mercancías descansaban en el muelle, meciéndose suavemente con el vaivén de las olas. El aire salado y fresco de la costa apenas movía las hojas de los árboles cercanos, pero dentro de los callejones oscuros del pueblo, donde las sombras se alargaban como tentáculos, se tejían historias mucho más oscuras.
Hestia D. Rose, una joven prófuga de la justicia, caminaba entre los callejones con la cabeza agachada, los ojos fijos en el suelo. Su rostro estaba parcialmente cubierto por el capucho de su capa raída, mientras las manos se aferraban a la tela de su vestimenta, nerviosas. Desde hacía días que la joven había llegado a la isla, sin un rumbo fijo y sin recursos. No tenía dinero, ni comida, ni aliados. El hambre la devoraba por dentro, y sus pensamientos comenzaban a volverse más oscuros a medida que sus fuerzas flaqueaban.
La vida de Hestia era compleja, llena de sombras que la acosaban. No solo enfrentaba la dureza del mundo exterior, sino también la guerra constante que libraba dentro de sí misma. La joven sufría de un trastorno de personalidad doble, una condición que se manifestaba en dos facetas completamente opuestas de su ser. Cuando era Hestia, la dulce y tímida chica de cabellera castaña y ojos bondadosos, su naturaleza era apacible, amable, aunque algo sumisa. Pero en su interior, escondida tras una capa de timidez, existía otra personalidad, la de su hermana muerta, Vesta. Vesta era todo lo contrario, audaz, valiente, casi temeraria. La agresividad y la valentía de Vesta se apoderaban de Hestia cuando la presión aumentaba, empujándola a actuar sin miedo y sin importarle las consecuencias. No eran solo dos personalidades diferentes; eran dos fuerzas que luchaban por el control de su mente, y cada una de ellas tomaba las riendas cuando la situación lo requería.
Esa noche, Hestia sentía que la dulce y tranquila versión de sí misma ya no podía más. El hambre era insoportable, y el viento en la isla le traía el eco de su propio estómago rugiendo. Había observado durante los últimos días, desde la oscuridad de su refugio improvisado, que el puerto estaba lleno de mercancías que aún no habían sido distribuidas. Cajas de todo tipo, sacos de harina, barriles de fruta y carne, lo que sea que pudiera conseguir para satisfacer su voraz apetito.
Era el momento de actuar.
En silencio, se acercó al almacén cercano al muelle, un edificio de madera y metal que se utilizaba para almacenar productos antes de su reparto por la isla. Estaba oscuro, y no había vigilancia aparente. La joven, con el corazón palpitante, comenzó a caminar hacia la puerta trasera. Con manos temblorosas pero decididas, extrajo una pequeña ganzúa de su bolso y comenzó a trabajar en la cerradura. El silencio de la noche era casi absoluto, salvo por el ocasional crujido de la madera que vibraba bajo sus dedos.
Poco después, la puerta se abrió con un suave chasquido. Hestia se adentró en el almacén, con el cuerpo tenso, en alerta, como si temiera que la oscuridad misma pudiera delatarla. El aire dentro era denso, impregnado con el olor de la madera vieja y el pescado salado. Y luego, la vista de los barriles y las cajas llenas de comida: frutas, panes, carnes curadas. La sensación de alivio fue inmediata.
Sin pensarlo más, comenzó a devorar con frenesí lo primero que encontró. Comió, tragó y mastico sin cesar, sin importarle que alguien pudiera llegar o que la comida no fuera lo que ella esperaba. Cuando su estómago empezó a sentirse algo más satisfecho, sus dedos se aferraron a un saco de arroz, y metió más provisiones en su bolsa. Necesitaba más para los días que seguirían. Mientras se agachaba para llenar sus bolsillos, un ruido la hizo detenerse. Alguien venía. En un parpadeo, Hestia se puso de pie, como si el hambre hubiese desaparecido al instante y su cuerpo se viera invadido por una necesidad de actuar.
La puerta se abrió de golpe y un hombre, uno de los vigilantes del almacén, apareció en el umbral. Su rostro mostraba sorpresa al ver a la intrusa, pero su boca se torció en una expresión de furia, y dio un paso al frente, listo para gritar por ayuda.
Sin embargo, el hambre y la necesidad de escapar rápidamente no daban tiempo a más. En el instante en que el vigilante comenzó a hablar, Hestia se lanzó hacia él. Su cuerpo, a pesar de su debilidad por la falta de comida, reaccionó con rapidez. Con un movimiento fluido y decidido, lo noqueó con una patada en la cabeza, dejándolo caer al suelo con un golpe seco. El sonido de la caída resonó en la quietud del almacén, pero Hestia ya no podía pensar en ello. Solo tenía en mente una cosa, escapar antes de que alguien más llegara.
Con las manos llenas de comida y su corazón acelerado por la adrenalina, Hestia salió corriendo del almacén, con los pies ligeros y el aire frío cortándole la cara. Mientras corría hacia la oscuridad del pueblo, un susurro extraño se levantó en su mente, una voz que no era la suya. Era la voz de Vesta - ¡Haces bien, pequeña! ¡Quédate con todo lo que puedas! ¡Deja que todos se queden con las manos vacías! - Era la presencia de su hermana muerta, de esa personalidad más agresiva y valiente que la había acompañado durante tanto tiempo. Aunque Hestia no quería reconocerlo, la fuerza y el impulso de Vesta eran los que la habían guiado a robar esa noche, a tomar lo que necesitaba sin remordimiento alguno.
Cuando finalmente encontró un rincón oscuro donde esconderse y comer en paz, Hestia, abrazada a su comida, pensó en la tormenta constante que vivía en su interior. Una guerra silenciosa entre dos personalidades, dos deseos. La joven no podía evitar la sensación de estar perdida entre las sombras de su propia mente. Pero por esa noche, por un corto instante, Hestia y Vesta coexistían en silencio, devorando juntas lo que habían robado. El hambre había sido saciada, pero la guerra interna seguía, más viva que nunca.
Hestia D. Rose, una joven prófuga de la justicia, caminaba entre los callejones con la cabeza agachada, los ojos fijos en el suelo. Su rostro estaba parcialmente cubierto por el capucho de su capa raída, mientras las manos se aferraban a la tela de su vestimenta, nerviosas. Desde hacía días que la joven había llegado a la isla, sin un rumbo fijo y sin recursos. No tenía dinero, ni comida, ni aliados. El hambre la devoraba por dentro, y sus pensamientos comenzaban a volverse más oscuros a medida que sus fuerzas flaqueaban.
La vida de Hestia era compleja, llena de sombras que la acosaban. No solo enfrentaba la dureza del mundo exterior, sino también la guerra constante que libraba dentro de sí misma. La joven sufría de un trastorno de personalidad doble, una condición que se manifestaba en dos facetas completamente opuestas de su ser. Cuando era Hestia, la dulce y tímida chica de cabellera castaña y ojos bondadosos, su naturaleza era apacible, amable, aunque algo sumisa. Pero en su interior, escondida tras una capa de timidez, existía otra personalidad, la de su hermana muerta, Vesta. Vesta era todo lo contrario, audaz, valiente, casi temeraria. La agresividad y la valentía de Vesta se apoderaban de Hestia cuando la presión aumentaba, empujándola a actuar sin miedo y sin importarle las consecuencias. No eran solo dos personalidades diferentes; eran dos fuerzas que luchaban por el control de su mente, y cada una de ellas tomaba las riendas cuando la situación lo requería.
Esa noche, Hestia sentía que la dulce y tranquila versión de sí misma ya no podía más. El hambre era insoportable, y el viento en la isla le traía el eco de su propio estómago rugiendo. Había observado durante los últimos días, desde la oscuridad de su refugio improvisado, que el puerto estaba lleno de mercancías que aún no habían sido distribuidas. Cajas de todo tipo, sacos de harina, barriles de fruta y carne, lo que sea que pudiera conseguir para satisfacer su voraz apetito.
Era el momento de actuar.
En silencio, se acercó al almacén cercano al muelle, un edificio de madera y metal que se utilizaba para almacenar productos antes de su reparto por la isla. Estaba oscuro, y no había vigilancia aparente. La joven, con el corazón palpitante, comenzó a caminar hacia la puerta trasera. Con manos temblorosas pero decididas, extrajo una pequeña ganzúa de su bolso y comenzó a trabajar en la cerradura. El silencio de la noche era casi absoluto, salvo por el ocasional crujido de la madera que vibraba bajo sus dedos.
Poco después, la puerta se abrió con un suave chasquido. Hestia se adentró en el almacén, con el cuerpo tenso, en alerta, como si temiera que la oscuridad misma pudiera delatarla. El aire dentro era denso, impregnado con el olor de la madera vieja y el pescado salado. Y luego, la vista de los barriles y las cajas llenas de comida: frutas, panes, carnes curadas. La sensación de alivio fue inmediata.
Sin pensarlo más, comenzó a devorar con frenesí lo primero que encontró. Comió, tragó y mastico sin cesar, sin importarle que alguien pudiera llegar o que la comida no fuera lo que ella esperaba. Cuando su estómago empezó a sentirse algo más satisfecho, sus dedos se aferraron a un saco de arroz, y metió más provisiones en su bolsa. Necesitaba más para los días que seguirían. Mientras se agachaba para llenar sus bolsillos, un ruido la hizo detenerse. Alguien venía. En un parpadeo, Hestia se puso de pie, como si el hambre hubiese desaparecido al instante y su cuerpo se viera invadido por una necesidad de actuar.
La puerta se abrió de golpe y un hombre, uno de los vigilantes del almacén, apareció en el umbral. Su rostro mostraba sorpresa al ver a la intrusa, pero su boca se torció en una expresión de furia, y dio un paso al frente, listo para gritar por ayuda.
Sin embargo, el hambre y la necesidad de escapar rápidamente no daban tiempo a más. En el instante en que el vigilante comenzó a hablar, Hestia se lanzó hacia él. Su cuerpo, a pesar de su debilidad por la falta de comida, reaccionó con rapidez. Con un movimiento fluido y decidido, lo noqueó con una patada en la cabeza, dejándolo caer al suelo con un golpe seco. El sonido de la caída resonó en la quietud del almacén, pero Hestia ya no podía pensar en ello. Solo tenía en mente una cosa, escapar antes de que alguien más llegara.
Con las manos llenas de comida y su corazón acelerado por la adrenalina, Hestia salió corriendo del almacén, con los pies ligeros y el aire frío cortándole la cara. Mientras corría hacia la oscuridad del pueblo, un susurro extraño se levantó en su mente, una voz que no era la suya. Era la voz de Vesta - ¡Haces bien, pequeña! ¡Quédate con todo lo que puedas! ¡Deja que todos se queden con las manos vacías! - Era la presencia de su hermana muerta, de esa personalidad más agresiva y valiente que la había acompañado durante tanto tiempo. Aunque Hestia no quería reconocerlo, la fuerza y el impulso de Vesta eran los que la habían guiado a robar esa noche, a tomar lo que necesitaba sin remordimiento alguno.
Cuando finalmente encontró un rincón oscuro donde esconderse y comer en paz, Hestia, abrazada a su comida, pensó en la tormenta constante que vivía en su interior. Una guerra silenciosa entre dos personalidades, dos deseos. La joven no podía evitar la sensación de estar perdida entre las sombras de su propia mente. Pero por esa noche, por un corto instante, Hestia y Vesta coexistían en silencio, devorando juntas lo que habían robado. El hambre había sido saciada, pero la guerra interna seguía, más viva que nunca.