Ray
Kuroi Ya
01-08-2024, 01:00 AM
Habían pasado solo tres días desde que John le ofreciera una salida, desde que al fin su vida tuviera esperanza. Era la primera vez desde que salió del orfanato hacía ya ocho años en la que podía mirar al futuro con ilusión. Pese a su carácter optimista, en los últimos tiempos le había resultado verdaderamente difícil hacerlo. Las penurias económicas fruto de su imposibilidad para encontrar un trabajo medianamente decente, la dependencia que eso le había ocasionado de la bondad de John…
Pero ahora todo iba a cambiar. Su benefactor, impresionado por el arrojo y la celeridad con la que se lanzó a por aquel ladrón y lo detuvo, le había otorgado la posibilidad de poner solución a todos sus problemas. La Marina era algo en lo que nunca había pensado, pero si un oficial, aunque fuese de bajo rango, había creído que sería un buen candidato… Era una oportunidad que no podía dejar pasar.
Así que ni corto ni perezoso Ray se había alistado. Su primer cometido, poco sorprendente, había sido poner rumbo al Cuartel General más cercano para comenzar su adiestramiento. Nunca había estado en Loguetown. A decir verdad, no había salido de su isla natal en toda su vida. Bastante difícil le había resultado hasta entonces sobrevivir como para pensar en viajar.
Estar en un barco era… ¿cómo describirlo? Embriagador, tal vez. El suave balanceo del pequeño vehículo al son de las olas le resultaba relajante. Sin duda podría acostumbrarse a aquello. La Marina le había conseguido pasaje en una humilde embarcación mercante, con una tripulación de apenas cinco personas, que se dirigía a Loguetown. Ray estaba ansioso por llegar y conocer a sus nuevos compañeros y a su superiora. No le habían dado nada más que su nombre como referencia, pero no necesitaba más. La capitana Beatrice Montpellier. Sonaba autoritario y respetable. ¿Cómo sería?
En mitad de sus cavilaciones, un grito interrumpió su concentración:
-¡Piratas! – Exclamó uno de los tripulantes.
Alterado por el repentino aviso, Ray miró a un lado y a otro, tratando de distinguir la fuente del miedo que se había adueñado del pequeño barco. Hasta que lo vio. A unos cien metros a babor, avanzando directo hacia ellos, se hallaba lo que parecía más una barquita que un verdadero navío. Una bandera negra adornada con una calavera y dos tibias cruzadas colgaba del mástil, si es que era digno de tal nombre.
Los minutos siguientes fueron verdaderamente tensos. Gritos y lamentos poblaban la embarcación mientras los cinco tripulantes se afanaban por coger los cuchillos de cocina o cualquier otro utensilio que pudieran utilizar para defenderse. No obstante su miedo era palpable. No eran luchadores, no sabían empuñar un arma. No tendrían nada que hacer contra unos piratas.
Cuando ambos vehículos se encontraron, tres hombres de aspecto rudo y escasamente cuidado abordaron el pequeño navío mercante. Ray no pudo evitar sentirse aliviado al ver que eran tan pocos, aunque aún así seguía encontrándose en clara desventaja. Sus compañeros de viaje no habían peleado nunca contra nadie, y aunque él se jactaba de ser hábil en el combate su experiencia se reducía a peleas callejeras contra matones de barrio. Los hombres que les asaltaban serían con toda probabilidad un obstáculo mucho más complicado de superar.
El más grande de los tres, un tipo con un largo bigote negro salpicado de canas que parecía no haber sido cortado en meses y una desaliñada cabellera del mismo color que parecía ser el líder, les exigió que les entregaran los bienes que transportaban, prometiendo que a cambio perdonaría sus vidas. El capitán del navío aceptó sin pensarlo, pues era preferible no cobrar por aquella entrega que ser asesinado en alta mar y no volver a ver a su familia. No obstante la siguiente petición fue mucho más difícil de aceptar, ya que el capitán pirata, tras soltar una macabra risotada, anunció que tomaría también su embarcación, ya que era más grande que la suya, apenas una cáscara con un diminuto mástil y un par de remos. En ella los seis cabrían a duras penas, y con tanto peso era probable que no consiguieran llegar a ningún puerto antes de que las inclemencias del océano les hundieran.
Fue en ese momento cuando Ray decidió pasar a la acción. Haciendo gala de su velocidad, cualidad que siempre le había enorgullecido, atacó a uno de los dos hombres que cubrían los lados del capitán. Actuó por instinto, sin pensar, y simplemente aceleró todo lo que pudo y le placó con el hombro. Sin embargo la velocidad a la que lo hizo fue tal que logró pillar desprevenido al corsario, impulsándole hacia atrás lo suficiente para que cayera por la borda.
Sus compañeros no tardaron en reaccionar, desenvainando sus espadas. El capitán le atacó con fuerza y con una rapidez sorprendente para su tamaño y edad, de forma que el marine apenas tuvo tiempo de apartarse lanzándose al suelo y rodando por la cubierta. Jadeando, se puso de nuevo en pie y miró a su alrededor. El voluminoso líder de los atacantes había llegado hasta la posición del capitán del navío mercante, que blandía desesperado un cuchillo de cocina para defenderse. El otro esbirro se dirigía hacia él espada en mano. Sus movimientos, no obstante, eran lentos y no excesivamente coordinados, por lo que tras acelerar lo más rápido que pudo no le resultó difícil situarse tan cerca que la espada no le servía de mucho y golpearle el tobillo izquierdo con el pie, haciéndole caer al suelo. El bucanero maldijo sorprendido, pero antes de que pudiera levantarse el recién alistado militar se había abalanzado sobre él. Le asestó una violenta patada en el rostro mientras aún yacía en el suelo. Sintió cómo la nariz del hombre cedía ante su pie, y el hombre se quedó en el suelo, consciente pero lo suficientemente aturdido para no ser capaz de levantarse, mientras abundante sangre de brillante color rojo brotaba de sus fosas nasales.
Ya solo quedaba el capitán. Aparentemente el más temible de los tres asaltantes, el pirata había derribado con facilidad al líder de los navegantes y se disponía a asestarle una estocada letal. Ray, sabiéndose sin tiempo, recurrió a lo único que pudo. Casi por instinto, sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo, quitó al corsario tendido en el suelo uno de los zapatos y lo lanzó contra su jefe tan fuerte como pudo. Por desgracia su puntería no fue buena y el improvisado proyectil pasó entre el pirata y el marinero sin siquiera rozar a ninguno de los dos. No obstante este gesto fue suficiente para distraer la atención del veterano lobo de mar, que se volvió hacia el marine al ver que había vencido a sus dos subordinados.
Convencido como estaba de su superioridad física sobre él, trató de apabullarle descargando una y otra vez su espada contra su cuerpo. Sin embargo Ray fue más rápido, y con una veloz maniobra logró escabullirse y tomar un poco de distancia. Su enemigo no cejó en su empeño y, sin darle tiempo siquiera a coger un poco de aire, recortó los escasos metros que los separaban y lanzó un poderoso tajo horizontal. El recluta se agachó sin pensar, y un escalofrío recorrió su cuerpo cuando sintió cómo la espada cortaba el aire inmediatamente por encima suyo, llegando a cortar incluso algún pelo de su cabeza.
- Por poco. – Pensó. Si aquel ataque le hubiera alcanzado habría sido sin duda el fin. Aquel oponente no tenía nada que ver con los dos anteriores. Debía ser mucho más cauteloso si quería salir con vida de aquel barco, además de proteger las de los comerciantes que habían accedido a dejarle viajar con ellos.
Apenas hubo finalizado su ataque, el pirata levantó su mandoble y se dispuso a lanzarle un nuevo envite. El tajo descendente llevaba toda la fuerza que el veterano corsario pudo imprimirle, y amenazaba de nuevo con acabar con la vida de Ray de forma casi instantánea. Pero el recluta fue más rápido y, ayudándose de brazos y piernas, aprovechó su postura para lanzarse hacia un lado. La espada se hundió en la madera de cubierta, atascando durante un momento al asaltante. El marine, dándose cuenta de que no iba a disponer de una mejor ocasión, se impulsó hacia su enemigo saltando gracias a la inercia que le proporcionaba su posición en cuclillas y descargó una patada descendente en la que volcó todo su peso. Su talón impactó en la nuca de su enemigo, que cayó al suelo tan pesado como era. Ligeramente aturdido, el pirata intentó levantarse, pero mientras lo intentaba el dorso del pie derecho de Ray golpeó con violencia el lateral de su rostro, y su visión se tornó negra.
Exhausto y con el corazón palpitando tan rápido que pensaba que se le iba a salir del pecho, el marine se dejó caer al suelo con un suspiro. Lo había logrado. Había conseguido proteger a aquellos inocentes de unos criminales que pretendían robarles y asesinarles. Le inundó un profundo sentimiento de felicidad, una emoción que creía ya olvidada. Y entonces estuvo seguro. Había tomado la decisión correcta.
Dos días después el pequeño navío mercante arribó al puerto de Loguetown. Ray se despidió de sus compañeros de viaje, quienes le agradecieron de nuevo su valentía en la difícil situación en la que se habían visto envueltos durante la travesía, y se dirigió al Cuartel General. Ahora se presentaría ante la Capitana Montpellier, quien le asignaría a una unidad de novatos donde conocería a los que serían sus compañeros. Estaba radiante de felicidad. Aquel era el primer día del resto de su vida.
Pero ahora todo iba a cambiar. Su benefactor, impresionado por el arrojo y la celeridad con la que se lanzó a por aquel ladrón y lo detuvo, le había otorgado la posibilidad de poner solución a todos sus problemas. La Marina era algo en lo que nunca había pensado, pero si un oficial, aunque fuese de bajo rango, había creído que sería un buen candidato… Era una oportunidad que no podía dejar pasar.
Así que ni corto ni perezoso Ray se había alistado. Su primer cometido, poco sorprendente, había sido poner rumbo al Cuartel General más cercano para comenzar su adiestramiento. Nunca había estado en Loguetown. A decir verdad, no había salido de su isla natal en toda su vida. Bastante difícil le había resultado hasta entonces sobrevivir como para pensar en viajar.
Estar en un barco era… ¿cómo describirlo? Embriagador, tal vez. El suave balanceo del pequeño vehículo al son de las olas le resultaba relajante. Sin duda podría acostumbrarse a aquello. La Marina le había conseguido pasaje en una humilde embarcación mercante, con una tripulación de apenas cinco personas, que se dirigía a Loguetown. Ray estaba ansioso por llegar y conocer a sus nuevos compañeros y a su superiora. No le habían dado nada más que su nombre como referencia, pero no necesitaba más. La capitana Beatrice Montpellier. Sonaba autoritario y respetable. ¿Cómo sería?
En mitad de sus cavilaciones, un grito interrumpió su concentración:
-¡Piratas! – Exclamó uno de los tripulantes.
Alterado por el repentino aviso, Ray miró a un lado y a otro, tratando de distinguir la fuente del miedo que se había adueñado del pequeño barco. Hasta que lo vio. A unos cien metros a babor, avanzando directo hacia ellos, se hallaba lo que parecía más una barquita que un verdadero navío. Una bandera negra adornada con una calavera y dos tibias cruzadas colgaba del mástil, si es que era digno de tal nombre.
Los minutos siguientes fueron verdaderamente tensos. Gritos y lamentos poblaban la embarcación mientras los cinco tripulantes se afanaban por coger los cuchillos de cocina o cualquier otro utensilio que pudieran utilizar para defenderse. No obstante su miedo era palpable. No eran luchadores, no sabían empuñar un arma. No tendrían nada que hacer contra unos piratas.
Cuando ambos vehículos se encontraron, tres hombres de aspecto rudo y escasamente cuidado abordaron el pequeño navío mercante. Ray no pudo evitar sentirse aliviado al ver que eran tan pocos, aunque aún así seguía encontrándose en clara desventaja. Sus compañeros de viaje no habían peleado nunca contra nadie, y aunque él se jactaba de ser hábil en el combate su experiencia se reducía a peleas callejeras contra matones de barrio. Los hombres que les asaltaban serían con toda probabilidad un obstáculo mucho más complicado de superar.
El más grande de los tres, un tipo con un largo bigote negro salpicado de canas que parecía no haber sido cortado en meses y una desaliñada cabellera del mismo color que parecía ser el líder, les exigió que les entregaran los bienes que transportaban, prometiendo que a cambio perdonaría sus vidas. El capitán del navío aceptó sin pensarlo, pues era preferible no cobrar por aquella entrega que ser asesinado en alta mar y no volver a ver a su familia. No obstante la siguiente petición fue mucho más difícil de aceptar, ya que el capitán pirata, tras soltar una macabra risotada, anunció que tomaría también su embarcación, ya que era más grande que la suya, apenas una cáscara con un diminuto mástil y un par de remos. En ella los seis cabrían a duras penas, y con tanto peso era probable que no consiguieran llegar a ningún puerto antes de que las inclemencias del océano les hundieran.
Fue en ese momento cuando Ray decidió pasar a la acción. Haciendo gala de su velocidad, cualidad que siempre le había enorgullecido, atacó a uno de los dos hombres que cubrían los lados del capitán. Actuó por instinto, sin pensar, y simplemente aceleró todo lo que pudo y le placó con el hombro. Sin embargo la velocidad a la que lo hizo fue tal que logró pillar desprevenido al corsario, impulsándole hacia atrás lo suficiente para que cayera por la borda.
Sus compañeros no tardaron en reaccionar, desenvainando sus espadas. El capitán le atacó con fuerza y con una rapidez sorprendente para su tamaño y edad, de forma que el marine apenas tuvo tiempo de apartarse lanzándose al suelo y rodando por la cubierta. Jadeando, se puso de nuevo en pie y miró a su alrededor. El voluminoso líder de los atacantes había llegado hasta la posición del capitán del navío mercante, que blandía desesperado un cuchillo de cocina para defenderse. El otro esbirro se dirigía hacia él espada en mano. Sus movimientos, no obstante, eran lentos y no excesivamente coordinados, por lo que tras acelerar lo más rápido que pudo no le resultó difícil situarse tan cerca que la espada no le servía de mucho y golpearle el tobillo izquierdo con el pie, haciéndole caer al suelo. El bucanero maldijo sorprendido, pero antes de que pudiera levantarse el recién alistado militar se había abalanzado sobre él. Le asestó una violenta patada en el rostro mientras aún yacía en el suelo. Sintió cómo la nariz del hombre cedía ante su pie, y el hombre se quedó en el suelo, consciente pero lo suficientemente aturdido para no ser capaz de levantarse, mientras abundante sangre de brillante color rojo brotaba de sus fosas nasales.
Ya solo quedaba el capitán. Aparentemente el más temible de los tres asaltantes, el pirata había derribado con facilidad al líder de los navegantes y se disponía a asestarle una estocada letal. Ray, sabiéndose sin tiempo, recurrió a lo único que pudo. Casi por instinto, sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo, quitó al corsario tendido en el suelo uno de los zapatos y lo lanzó contra su jefe tan fuerte como pudo. Por desgracia su puntería no fue buena y el improvisado proyectil pasó entre el pirata y el marinero sin siquiera rozar a ninguno de los dos. No obstante este gesto fue suficiente para distraer la atención del veterano lobo de mar, que se volvió hacia el marine al ver que había vencido a sus dos subordinados.
Convencido como estaba de su superioridad física sobre él, trató de apabullarle descargando una y otra vez su espada contra su cuerpo. Sin embargo Ray fue más rápido, y con una veloz maniobra logró escabullirse y tomar un poco de distancia. Su enemigo no cejó en su empeño y, sin darle tiempo siquiera a coger un poco de aire, recortó los escasos metros que los separaban y lanzó un poderoso tajo horizontal. El recluta se agachó sin pensar, y un escalofrío recorrió su cuerpo cuando sintió cómo la espada cortaba el aire inmediatamente por encima suyo, llegando a cortar incluso algún pelo de su cabeza.
- Por poco. – Pensó. Si aquel ataque le hubiera alcanzado habría sido sin duda el fin. Aquel oponente no tenía nada que ver con los dos anteriores. Debía ser mucho más cauteloso si quería salir con vida de aquel barco, además de proteger las de los comerciantes que habían accedido a dejarle viajar con ellos.
Apenas hubo finalizado su ataque, el pirata levantó su mandoble y se dispuso a lanzarle un nuevo envite. El tajo descendente llevaba toda la fuerza que el veterano corsario pudo imprimirle, y amenazaba de nuevo con acabar con la vida de Ray de forma casi instantánea. Pero el recluta fue más rápido y, ayudándose de brazos y piernas, aprovechó su postura para lanzarse hacia un lado. La espada se hundió en la madera de cubierta, atascando durante un momento al asaltante. El marine, dándose cuenta de que no iba a disponer de una mejor ocasión, se impulsó hacia su enemigo saltando gracias a la inercia que le proporcionaba su posición en cuclillas y descargó una patada descendente en la que volcó todo su peso. Su talón impactó en la nuca de su enemigo, que cayó al suelo tan pesado como era. Ligeramente aturdido, el pirata intentó levantarse, pero mientras lo intentaba el dorso del pie derecho de Ray golpeó con violencia el lateral de su rostro, y su visión se tornó negra.
Exhausto y con el corazón palpitando tan rápido que pensaba que se le iba a salir del pecho, el marine se dejó caer al suelo con un suspiro. Lo había logrado. Había conseguido proteger a aquellos inocentes de unos criminales que pretendían robarles y asesinarles. Le inundó un profundo sentimiento de felicidad, una emoción que creía ya olvidada. Y entonces estuvo seguro. Había tomado la decisión correcta.
Dos días después el pequeño navío mercante arribó al puerto de Loguetown. Ray se despidió de sus compañeros de viaje, quienes le agradecieron de nuevo su valentía en la difícil situación en la que se habían visto envueltos durante la travesía, y se dirigió al Cuartel General. Ahora se presentaría ante la Capitana Montpellier, quien le asignaría a una unidad de novatos donde conocería a los que serían sus compañeros. Estaba radiante de felicidad. Aquel era el primer día del resto de su vida.