Gautama D. Lovecraft
El Ascendido
26-01-2025, 02:18 AM
La petición.
En la penumbra de mi modesto cuarto en el cuartel G-23 de la Marina, me senté en la destartalada silla de madera del escritorio, mirando fijamente un collar de cuencas desgastado que colgaba en mis manos callosas. Suspiré profundamente, hacía dos años que había dejado la vida de monje budista para unirme a La Marina, pero había días como este en los que mi mente me llevaba de vuelta al templo de mi juventud, donde había aprendido el arte de la meditación y la disciplina del combate, el Templo Gautama.
~ El recuerdo.
Tenía apenas 18 años cuando ocurrió aquel incidente que marcó mi vida durante un largo periodo de tiempo. Era una noche serena, la luna llena brillaba intensamente, proyectando sombras largas sobre los antiguos pasillos del templo, mientras las sombras danzantes de las velas recreaban fantasmagóricas siluetas con la brisa que de vez en cuando aparecía. El joven Lovecraf y sus hermanos habían terminado la meditación nocturna y estaban a punto de retirarse a sus cuartos cuando el sonido de pasos extraños resonó en el aire. Era un ruido distinto, pesado y apresurado, que no pertenecía a ninguno de los monjes, ya habituados a los sonidos que campaban por el templo.
El maestro, el hombre más sabio, de rostro sereno y voz firme, se levantó con calma y ordenó a los jóvenes monjes que permanecieran en guardia. Pero Lovecraft, inquieto por naturaleza por aquel entonces, con el poder de la juventud corriendo por sus venas, sintió un presentimiento oscuro que lo llevó a tomar su bastón de entrenamiento antes de que el maestro pudiera detenerlo. Los intrusos no tardaron en mostrarse, eran cinco hombres, vestidos de negro, con los rostros cubiertos y armados con cuchillos y bastones de metal. Sus movimientos eran sigilosos, pero sus intenciones eran claras. Buscaban algo, pero algo que Lovecraft no sabía qué, pero la expresión tensa en el rostro del maestro le dio a entender que aquello que deseaban era de suma importancia, tanto para el templo como para la orden budista, así como para los ancestros que antes estuvieron.
El enfrentamiento comenzó de manera abrupta. Uno de los intrusos intentó forzar su entrada al santuario por la puerta principal, pero fue interceptado por dos de los monjes mayores. Lovecraft, con el corazón latiendo rápido, pero con la mente enfocada, recordó una de las múltiples enseñanzas del templo.
Pero si debía pelear, debía hacerlo con determinación, firmeza y claridad. El sonido del bambú chocando contra el metal resonó en el pasillo. Lovecraft esquivó un ataque dirigido a su cabeza y contraatacó con un golpe certero al costado del hombre. El intruso tambaleó, pero antes de que pudiera caer, otro se lanzó sobre Lovecraft, obligándolo a retroceder. La pelea era caótica, los gritos de los monjes y los intrusos se mezclaban con el eco de los pasos y los golpes, reinando un caos repentino que asolaba el templo. A pesar de su juventud, Lovecraft demostró una destreza inesperada, llegó el momento de ensuciarse de verdad las manos. Había pasado años entrenando su cuerpo y su mente, y aquella noche sus esfuerzos dieron fruto. Sin embargo, la ventaja numérica de los intrusos comenzó a pesar. Varios de sus hermanos cayeron malheridos pero no vencidos, mientras que el maestro intentaba mantener la calma en medio de la tormenta que azotaba el lugar.
En un momento de tensión, Lovecraft notó que uno de los intrusos se deslizaba hacia la sala principal donde oraban, donde se guardaba un cofre pequeño bajo el modesto altar de madera pulida, hecho de madera de sándalo y decorado con intrincados grabados dorados. Aquello debía ser lo que buscaban sin dudar, por lo que sin pensarlo dos veces, Lovecraft corrió tras él. El intruso llegó hasta el altar con rapidez mostrando una agilidad insólita, pero antes de que pudiera tomar su contenido, Lovecraft lo derribó con un golpe directo a la costilla. El hombre dejó caer un arma extraña al suelo y cuando Lovecraft quiso volver a arremeter contra él, cuando sintió un dolor agudo en el hombro: otro de los intrusos había logrado alcanzarlo y lo había cortado con una especie de pequeño filo.
El dolor era intenso, pero Lovecraft no se dejó vencer. Con un grito de esfuerzo, utilizó el peso de su cuerpo para desarmar a su atacante y, con un movimiento rápido, lo inmovilizó contra el suelo quebrando su hombro tras el choque. El ruido de pasos apresurados indicó que los demás intrusos, al ver que su objetivo estaba fuera de su alcance, decidieron retirarse, siendo perseguidos posteriormente por el resto de hermanos del templo por los pasillos. Uno a uno, desaparecieron en la oscuridad de la noche los que pudieron escapar, el resto yacerían apresados.
Cuando todo terminó, el templo quedó en silencio, excepto por los jadeos de los hermanos heridos y algunos atacantes atados que no estaban inconscientes. El maestro se acercó a Lovecraft, que aún sujetaba su hombro para intentar aplacar de alguna forma el dolor del corte, había defendido su hogar, pero también había experimentado la cruda realidad del conflicto, la maliciosa realidad de la violencia humana, de conseguir el todo sin importar ni el medio ni las formas. No era algo que quisiera repetir, pero sabía que aquella experiencia había cambiado algo dentro de él, removido ciertas creencias, una dura dosis de realidad de lo que había fuera de los muros del templo, y más allá de la isla en la que se encontraban.
~ De vuelta al cuarto.
Años después, seguía recordando aquella noche con claridad. Había sido el primer momento en el que comprendió el peso de proteger aquello que se ama sobre un mal que lo persigue con fiereza, un hecho que me había guiado tanto en mi vida como monje como en mi tiempo en La Marina. Acariciando el colgante, sonreí con nostalgia, pues aquel joven impulsivo de 18 años no tenía idea de lo que le esperaba, de lo que tenía que crecer, aprender y envejecer, pero aun así a día de hoy, sigo creyendo que no lo había hecho tan mal esa noche.
~ 25 de Primavera, Año 724.
Cuarto de Lovecraf, Cuartel del G-23.
En la penumbra de mi modesto cuarto en el cuartel G-23 de la Marina, me senté en la destartalada silla de madera del escritorio, mirando fijamente un collar de cuencas desgastado que colgaba en mis manos callosas. Suspiré profundamente, hacía dos años que había dejado la vida de monje budista para unirme a La Marina, pero había días como este en los que mi mente me llevaba de vuelta al templo de mi juventud, donde había aprendido el arte de la meditación y la disciplina del combate, el Templo Gautama.
~ El recuerdo.
Tenía apenas 18 años cuando ocurrió aquel incidente que marcó mi vida durante un largo periodo de tiempo. Era una noche serena, la luna llena brillaba intensamente, proyectando sombras largas sobre los antiguos pasillos del templo, mientras las sombras danzantes de las velas recreaban fantasmagóricas siluetas con la brisa que de vez en cuando aparecía. El joven Lovecraf y sus hermanos habían terminado la meditación nocturna y estaban a punto de retirarse a sus cuartos cuando el sonido de pasos extraños resonó en el aire. Era un ruido distinto, pesado y apresurado, que no pertenecía a ninguno de los monjes, ya habituados a los sonidos que campaban por el templo.
El maestro, el hombre más sabio, de rostro sereno y voz firme, se levantó con calma y ordenó a los jóvenes monjes que permanecieran en guardia. Pero Lovecraft, inquieto por naturaleza por aquel entonces, con el poder de la juventud corriendo por sus venas, sintió un presentimiento oscuro que lo llevó a tomar su bastón de entrenamiento antes de que el maestro pudiera detenerlo. Los intrusos no tardaron en mostrarse, eran cinco hombres, vestidos de negro, con los rostros cubiertos y armados con cuchillos y bastones de metal. Sus movimientos eran sigilosos, pero sus intenciones eran claras. Buscaban algo, pero algo que Lovecraft no sabía qué, pero la expresión tensa en el rostro del maestro le dio a entender que aquello que deseaban era de suma importancia, tanto para el templo como para la orden budista, así como para los ancestros que antes estuvieron.
El enfrentamiento comenzó de manera abrupta. Uno de los intrusos intentó forzar su entrada al santuario por la puerta principal, pero fue interceptado por dos de los monjes mayores. Lovecraft, con el corazón latiendo rápido, pero con la mente enfocada, recordó una de las múltiples enseñanzas del templo.
"La violencia era el último recurso"
Pero si debía pelear, debía hacerlo con determinación, firmeza y claridad. El sonido del bambú chocando contra el metal resonó en el pasillo. Lovecraft esquivó un ataque dirigido a su cabeza y contraatacó con un golpe certero al costado del hombre. El intruso tambaleó, pero antes de que pudiera caer, otro se lanzó sobre Lovecraft, obligándolo a retroceder. La pelea era caótica, los gritos de los monjes y los intrusos se mezclaban con el eco de los pasos y los golpes, reinando un caos repentino que asolaba el templo. A pesar de su juventud, Lovecraft demostró una destreza inesperada, llegó el momento de ensuciarse de verdad las manos. Había pasado años entrenando su cuerpo y su mente, y aquella noche sus esfuerzos dieron fruto. Sin embargo, la ventaja numérica de los intrusos comenzó a pesar. Varios de sus hermanos cayeron malheridos pero no vencidos, mientras que el maestro intentaba mantener la calma en medio de la tormenta que azotaba el lugar.
En un momento de tensión, Lovecraft notó que uno de los intrusos se deslizaba hacia la sala principal donde oraban, donde se guardaba un cofre pequeño bajo el modesto altar de madera pulida, hecho de madera de sándalo y decorado con intrincados grabados dorados. Aquello debía ser lo que buscaban sin dudar, por lo que sin pensarlo dos veces, Lovecraft corrió tras él. El intruso llegó hasta el altar con rapidez mostrando una agilidad insólita, pero antes de que pudiera tomar su contenido, Lovecraft lo derribó con un golpe directo a la costilla. El hombre dejó caer un arma extraña al suelo y cuando Lovecraft quiso volver a arremeter contra él, cuando sintió un dolor agudo en el hombro: otro de los intrusos había logrado alcanzarlo y lo había cortado con una especie de pequeño filo.
El dolor era intenso, pero Lovecraft no se dejó vencer. Con un grito de esfuerzo, utilizó el peso de su cuerpo para desarmar a su atacante y, con un movimiento rápido, lo inmovilizó contra el suelo quebrando su hombro tras el choque. El ruido de pasos apresurados indicó que los demás intrusos, al ver que su objetivo estaba fuera de su alcance, decidieron retirarse, siendo perseguidos posteriormente por el resto de hermanos del templo por los pasillos. Uno a uno, desaparecieron en la oscuridad de la noche los que pudieron escapar, el resto yacerían apresados.
Cuando todo terminó, el templo quedó en silencio, excepto por los jadeos de los hermanos heridos y algunos atacantes atados que no estaban inconscientes. El maestro se acercó a Lovecraft, que aún sujetaba su hombro para intentar aplacar de alguna forma el dolor del corte, había defendido su hogar, pero también había experimentado la cruda realidad del conflicto, la maliciosa realidad de la violencia humana, de conseguir el todo sin importar ni el medio ni las formas. No era algo que quisiera repetir, pero sabía que aquella experiencia había cambiado algo dentro de él, removido ciertas creencias, una dura dosis de realidad de lo que había fuera de los muros del templo, y más allá de la isla en la que se encontraban.
~ De vuelta al cuarto.
Años después, seguía recordando aquella noche con claridad. Había sido el primer momento en el que comprendió el peso de proteger aquello que se ama sobre un mal que lo persigue con fiereza, un hecho que me había guiado tanto en mi vida como monje como en mi tiempo en La Marina. Acariciando el colgante, sonreí con nostalgia, pues aquel joven impulsivo de 18 años no tenía idea de lo que le esperaba, de lo que tenía que crecer, aprender y envejecer, pero aun así a día de hoy, sigo creyendo que no lo había hecho tan mal esa noche.