Alguien dijo una vez...
Rizzo, el Bardo
No es que cante mal, es que no saben escuchar.
[Común] Haciendo un amigo
Ed Contróy
Camaleón Escarlata
La noche siempre ha sido mi refugio. Hay algo en ella que nivela el terreno de juego: la oscuridad no discrimina, no juzga. Por eso me gusta moverme cuando el sol se esconde, cuando las sombras se alargan y las luces de neón dibujan mentiras en las paredes. Aquella noche, en un rincón podrido de la ciudad, lo encontré. O más bien, él me encontró a mí. Yo estaba en una azotea, dejando que el viento me acariciara el rostro mientras encendía un cigarrillo que había rescatado del fondo de mi chaqueta. Había terminado otro de mis juegos: un intercambio sucio de billetes por algo que prometía diversión. En mi bolsillo, un par de pastillas de Empisexsi reposaban como promesas de una experiencia que aún no decidía si vivir solo o compartir. Entonces sentí su presencia. Primero, un ruido apenas perceptible, el crujir de una suela desgastada contra el concreto. No me volví de inmediato. Sabía que no era peligroso. Había algo en la forma en la que se movía, lenta, cansada, pero sin intención de ocultarse. Me giré apenas para ver la figura desgarbada, un hombre más joven de lo que su rostro sugería, aunque desgastado por algo que reconocí al instante. Sus ojos eran dos pozos hundidos, rodeados de un cansancio que no venía de dormir poco, sino de haber vivido demasiado rápido. La ropa estaba hecha jirones, pero había en él una especie de dignidad absurda, como si llevar aquellos trapos fuera un acto de desafío. Se quedó a un lado, mirándome de reojo, y noté cómo sus manos temblaban ligeramente. Saqué una de las pastillas de mi bolsillo y la froté entre mis dedos, sin apuro, dejando que el silencio se asentara entre nosotros. No hacía falta hablar. Lo que él buscaba era obvio, y no tardé en decidir que aquella noche no sería solo mía.

Nos sentamos juntos en el borde de la azotea, con la ciudad extendiéndose ante nosotros como una bestia dormida. La primera pastilla fue para él. Observé cómo la frotaba en su cuello con movimientos ansiosos, casi desesperados. Los efectos no tardaron en aparecer, su espalda se relajó, y su cabeza se echó hacia atrás como si le hubieran quitado un peso invisible. Luego fue mi turno. La Empisexsi quemó ligeramente al contacto con mi piel, y el calor familiar se extendió por mis venas, envolviéndome en una nube de emociones intensas. El aire nocturno parecía más vivo, como si cada molécula estuviera cargada de electricidad. Las luces de la ciudad bailaban en patrones imposibles, y los sonidos distantes de la vida nocturna se entrelazaban en una sinfonía extraña pero hipnótica. Él se recostó sobre el concreto, mirando al cielo. Sus labios se movían, pero no emitían sonido alguno. Quizás estaba hablando con los fantasmas que lo habían traído hasta este punto, o tal vez estaba agradeciendo a la noche por darle algo que hacía tiempo que no sentía. Yo permanecí sentado, observando cómo los colores de mi propia mente pintaban el horizonte con tonos imposibles. Por un momento, me permití bajar las defensas. No necesitaba saber su nombre, ni su historia, ni qué había perdido para llegar allí. En ese instante, compartíamos algo más fuerte que cualquier explicación. Éramos dos fragmentos rotos flotando en la misma corriente, unidos por la misma necesidad de sentir algo diferente, algo más.

Cuando el efecto empezó a desvanecerse, nos quedamos en silencio. El frío de la madrugada comenzaba a morder, pero ninguno de los dos se movió. Sabíamos que la magia se había agotado por esa noche, pero también sabíamos que no era el final. Las adicciones no se curan con una sola dosis de compañía. Cuando finalmente bajamos de la azotea, caminamos juntos por las calles vacías, como sombras que se arrastraban hacia la próxima esquina. No éramos amigos, no en el sentido convencional, pero en la oscuridad, eso no importaba. La noche había hecho su trabajo: había cruzado dos caminos que probablemente nunca se volverían a encontrar. Y eso estaba bien. Mientras caminábamos, las calles parecían aún más largas de lo que recordaba, como si la ciudad nos estuviera probando, retorciendo sus entrañas para mantenernos atrapados. Él se tambaleaba ligeramente, con las manos metidas en los bolsillos y los hombros encorvados, pero había algo nuevo en su paso, algo que no estaba ahí antes. Quizás un rastro de alivio, quizás solo el eco de la Empisexsi todavía jugando con su sistema. Yo también lo sentía: un leve hormigueo en la base de mi cráneo, un recordatorio de que, aunque la intensidad había bajado, los restos del viaje aún persistían.

No hablábamos. Las palabras eran un peso innecesario. Lo que habíamos compartido arriba, en la azotea, era más profundo que cualquier conversación. Pero había algo en su manera de moverse, en la forma en que sus ojos se fijaban en las luces de neón y los reflejos del asfalto mojado, que me hizo pensar. Este tipo, quienquiera que fuera, no estaba solo huyendo. Estaba buscando algo. Cuando pasamos junto a un callejón, se detuvo abruptamente. Giró la cabeza hacia la penumbra, donde un par de figuras borrosas se movían en la distancia. Había risas bajas y el sonido metálico de una botella chocando contra el concreto. Lo miré de reojo y vi cómo sus hombros se tensaban. Había algo familiar en esa escena para él, algo que lo llamaba, pero que también lo repelía. ¡Pero mucho! Yo no dije nada. Me quedé observando mientras decidía. Finalmente, continuó andando, dejando atrás el callejón y sus promesas rotas. Eso me hizo sonreír, aunque no estaba seguro de por qué. Tal vez porque no lo esperaba, tal vez porque, en algún rincón de mi cabeza, pensé que esta podría ser una noche distinta para ambos. Al final llegamos a un parque abandonado, uno de esos espacios que la ciudad había olvidado hacía tiempo. Los columpios oxidados se balanceaban ligeramente con la brisa, y el sonido chirriante parecía llenar el aire con un eco extraño. Él se dejó caer en un banco, mientras yo encendía otro cigarrillo y lo veía hundirse en sí mismo.

Fue ahí donde lo noté de verdad. Esa mirada. No era solo el cansancio de alguien que había visto demasiado. Era la mirada de alguien que estaba buscando desesperadamente una razón para quedarse en este lado de la noche. Lo entendí porque, en más de una ocasión, había visto lo mismo en el espejo. Me quedé un rato observando las volutas de humo que escapaban de mis labios. Sentí el peso de las pastillas que aún tenía en el bolsillo, y por un segundo consideré sacar otra, romper el silencio con una nueva dosis de olvido compartido. Pero algo me detuvo. Él se inclinó hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas, mirando al suelo como si pudiera encontrar todas las respuestas en las grietas del concreto. Había algo en su quietud que era más fuerte que cualquier palabra que pudiera decirle. Cuando finalmente levantó la cabeza, nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos todavía estaban hundidos, pero había algo diferente en ellos ahora. No eran los ojos de alguien que estaba derrotado, no del todo. Quizás fue la Empisexsi, o el hecho de que, por una noche, no había tenido que cargar con su miseria solo. Quizás simplemente era la manera en que la noche nos trata a los que sabemos cómo escondernos en ella. La madrugada empezaba a teñir el cielo con un gris pálido cuando finalmente me levanté. No dije nada. Solo asentí ligeramente y me di la vuelta para irme. Él no intentó detenerme. No hacía falta. Sabía que, aunque nuestros caminos se habían cruzado por una noche, eso no significaba que volviéramos a caminar juntos.

Mientras me alejaba, sentí su mirada en mi espalda, como si tratara de grabar el momento en su memoria, para no olvidarlo cuando la rutina de su vida volviera a atraparlo. No miré atrás. La ciudad, despiadada como siempre, me devoró de nuevo. Y mientras el humo del cigarrillo se disipaba frente a mí, pensé en cómo, incluso en este juego interminable de sombras y placeres fugaces, la conexión, por efímera que fuera, tenía su lugar. Aquella noche no cambió nada, no nos salvó a ninguno de los dos. Pero, por un rato, no estuvimos solos. Y en este mundo, eso ya es suficiente.
#1


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