Arthur Soriz
Gramps
Hace 6 horas
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11 de Invierno
Año 724
Año 724
El barco que te había traído se vio obligado a detenerse a un par de millas de la costa de Skjoldheim. El hielo, grueso y resplandeciente bajo la tenue luz de la luna invernal se extendía como una placa impenetrable sobre las aguas del North Blue. El capitán, un hombre curtido por los años de navegar en mares helados se acercó a ti con una expresión de disculpa. A tus colegas les habían dicho lo mismo, pero solamente restabas tú a sabiendas de que al ser una sirena tendrías la chance tal vez de ir nadando hasta las orillas a diferencia de otros que tendrían que apechugar y ser llevados en bote.
— No puedo acercarme más, señorita. El hielo es demasiado denso y podría dañar la estructura... si intento forzar el barco podríamos quedarnos atrapados, o peor.
Skjoldheim siempre había sido implacable en invierno, y este año no era la excepción. No te tomaría mucho tiempo llegar a la costa y por ende al puerto de uno de los pueblos pesqueros. El aire olía a hogar... a ozono, a pino, a nostalgia pura. El camino hacia el pueblo pesquero más cercano no era largo pero el hielo lo hacía traicionero y hasta resbaladizo. A medida que te acercabas comenzaste a distinguir las siluetas familiares de los edificios, algunos más desgastados por el tiempo pero aún en pie como los recordabas. Las casas de madera con sus techos inclinados para evitar la acumulación de nieve se alineaban a lo largo de la costa. Chimeneas humeantes señalaban que a pesar del frío la vida seguía su curso.
El puerto sin embargo estaba desolado. Los barcos pesqueros normalmente anclados y listos para zarpar yacían atrapados en el hielo, sus cascos cubiertos con una capa blanca de nieve. Continuando tu camino, el pueblo aunque más silencioso de lo que recordabas aún respiraba vida. Ahora mismo no había nadie afuera por obvias razones. Pero no muy a lo lejos, casi como llamándote a entrar veías el corazón del pueblo. El Mjødhall. El edificio aunque no imponente, emanaba una presencia respetable. Sus paredes de madera oscura talladas con runas antiguas contaban historias de fiestas, tratos y reuniones que habían definido la vida del pueblo durante generaciones. Las ventanas iluminadas por el fuego que ardía en el interior dejaba en claro que incluso en tan despiadado clima había gente que quería ser feliz.
Te detenías frente a las puertas de enfrente. Aquí habías pasado noches enteras escuchando las historias de los marineros, riendo con amigos y soñando con un mundo más allá del fiordo. Aquí habías aprendido incluso a beber hidromiel aunque no estuvieras a buena edad, a bailar bajo las luces de las antorchas y a entender que aunque el mundo fuera vasto, Skjoldheim siempre sería tu hogar.
— No puedo acercarme más, señorita. El hielo es demasiado denso y podría dañar la estructura... si intento forzar el barco podríamos quedarnos atrapados, o peor.
Skjoldheim siempre había sido implacable en invierno, y este año no era la excepción. No te tomaría mucho tiempo llegar a la costa y por ende al puerto de uno de los pueblos pesqueros. El aire olía a hogar... a ozono, a pino, a nostalgia pura. El camino hacia el pueblo pesquero más cercano no era largo pero el hielo lo hacía traicionero y hasta resbaladizo. A medida que te acercabas comenzaste a distinguir las siluetas familiares de los edificios, algunos más desgastados por el tiempo pero aún en pie como los recordabas. Las casas de madera con sus techos inclinados para evitar la acumulación de nieve se alineaban a lo largo de la costa. Chimeneas humeantes señalaban que a pesar del frío la vida seguía su curso.
El puerto sin embargo estaba desolado. Los barcos pesqueros normalmente anclados y listos para zarpar yacían atrapados en el hielo, sus cascos cubiertos con una capa blanca de nieve. Continuando tu camino, el pueblo aunque más silencioso de lo que recordabas aún respiraba vida. Ahora mismo no había nadie afuera por obvias razones. Pero no muy a lo lejos, casi como llamándote a entrar veías el corazón del pueblo. El Mjødhall. El edificio aunque no imponente, emanaba una presencia respetable. Sus paredes de madera oscura talladas con runas antiguas contaban historias de fiestas, tratos y reuniones que habían definido la vida del pueblo durante generaciones. Las ventanas iluminadas por el fuego que ardía en el interior dejaba en claro que incluso en tan despiadado clima había gente que quería ser feliz.
Te detenías frente a las puertas de enfrente. Aquí habías pasado noches enteras escuchando las historias de los marineros, riendo con amigos y soñando con un mundo más allá del fiordo. Aquí habías aprendido incluso a beber hidromiel aunque no estuvieras a buena edad, a bailar bajo las luces de las antorchas y a entender que aunque el mundo fuera vasto, Skjoldheim siempre sería tu hogar.