Vesper Chrome
Medical Fortress
Ayer, 04:42 PM
(Última modificación: Ayer, 04:42 PM por Vesper Chrome.)
El barco mercante era modesto, con un casco de madera envejecido por años de travesías, pero bien mantenido. Las velas, aunque reparadas en múltiples ocasiones, se alzaban firmes bajo un cielo que recién comenzaba a despejarse, revelando el resplandor de un sol tímido después de la tormenta. El aroma a sal y madera húmeda impregnaba el aire, y el crujido constante del barco al balancearse sobre las olas era la única compañía en el vasto silencio del océano.
El anciano observó el cuerpo inconsciente sobre la cubierta, respirando con dificultad, pero vivo. Las gotas de agua aún caían de los bordes de su ropa desgarrada, acumulándose en pequeños charcos alrededor de ella. Con movimientos lentos y medidos, se inclinó para observarla de cerca, notando las marcas del combate contra el mar en su piel.
Se irguió con esfuerzo, sus manos callosas aferrándose al barandal para equilibrarse mientras el barco se mecía suavemente. La madera bajo sus pies estaba húmeda pero limpia, un reflejo de la disciplina que mantenía incluso en medio del caos.
Desde el interior del navío, se escucharon pasos apresurados que resonaron en las escaleras de madera. Emergieron tres figuras: un hombre alto y robusto, con brazos como troncos, una mujer de mirada aguda y movimientos precisos, y un joven delgado que parecía más interesado en las nubes que en cualquier responsabilidad inmediata.
Sin intercambiar palabras, los tres comenzaron a trabajar en silencio. El hombre corpulento levantó a la mujer con cuidado, sus músculos tensándose bajo el peso inesperado, mientras la mujer inspeccionaba rápidamente su estado, palpando con dedos expertos en busca de signos de lesiones graves.
—Llévala al camarote de popa — murmuró el anciano al pasar junto a ellos, señalando con un gesto hacia el pequeño espacio bajo cubierta que usaban para invitados inesperados.
El interior del barco era sencillo, con paredes de madera desgastada que desprendían un aroma terroso mezclado con salitre. Una lámpara de aceite colgaba del techo, oscilando suavemente con el movimiento del barco, y el mobiliario se reducía a lo esencial: una mesa, un banco y una litera estrecha cubierta con una manta gruesa.
El corpulento marinero dejó a la mujer con cuidado sobre la litera, asegurándose de que su cabeza quedara apoyada correctamente. La mujer de mirada aguda colocó un cubo junto a la cama, llenándolo con agua fresca que el joven delgado había traído desde la cocina sin necesidad de indicaciones.
El anciano permaneció un momento junto a la puerta, su silueta enmarcada por la luz del sol que entraba desde cubierta. Miró a la mujer con un gesto pensativo, como si intentara adivinar su historia. Finalmente, murmuró para sí mismo:
—El mar nunca deja de sorprendernos... ni de recordarnos su crueldad. —
El barco siguió su curso, moviéndose al compás de las olas que ahora apenas susurraban, como si la tormenta nunca hubiera existido. La tripulación, sin hacer preguntas, retomó sus tareas. Las velas fueron ajustadas, los cabos asegurados, y la cubierta limpiada con esmero, eliminando cualquier rastro de la tempestad. El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados que se reflejaban en la superficie del mar, mientras el mercante continuaba su viaje hacia un destino desconocido.
El anciano observó el cuerpo inconsciente sobre la cubierta, respirando con dificultad, pero vivo. Las gotas de agua aún caían de los bordes de su ropa desgarrada, acumulándose en pequeños charcos alrededor de ella. Con movimientos lentos y medidos, se inclinó para observarla de cerca, notando las marcas del combate contra el mar en su piel.
Se irguió con esfuerzo, sus manos callosas aferrándose al barandal para equilibrarse mientras el barco se mecía suavemente. La madera bajo sus pies estaba húmeda pero limpia, un reflejo de la disciplina que mantenía incluso en medio del caos.
Desde el interior del navío, se escucharon pasos apresurados que resonaron en las escaleras de madera. Emergieron tres figuras: un hombre alto y robusto, con brazos como troncos, una mujer de mirada aguda y movimientos precisos, y un joven delgado que parecía más interesado en las nubes que en cualquier responsabilidad inmediata.
Sin intercambiar palabras, los tres comenzaron a trabajar en silencio. El hombre corpulento levantó a la mujer con cuidado, sus músculos tensándose bajo el peso inesperado, mientras la mujer inspeccionaba rápidamente su estado, palpando con dedos expertos en busca de signos de lesiones graves.
—Llévala al camarote de popa — murmuró el anciano al pasar junto a ellos, señalando con un gesto hacia el pequeño espacio bajo cubierta que usaban para invitados inesperados.
El interior del barco era sencillo, con paredes de madera desgastada que desprendían un aroma terroso mezclado con salitre. Una lámpara de aceite colgaba del techo, oscilando suavemente con el movimiento del barco, y el mobiliario se reducía a lo esencial: una mesa, un banco y una litera estrecha cubierta con una manta gruesa.
El corpulento marinero dejó a la mujer con cuidado sobre la litera, asegurándose de que su cabeza quedara apoyada correctamente. La mujer de mirada aguda colocó un cubo junto a la cama, llenándolo con agua fresca que el joven delgado había traído desde la cocina sin necesidad de indicaciones.
El anciano permaneció un momento junto a la puerta, su silueta enmarcada por la luz del sol que entraba desde cubierta. Miró a la mujer con un gesto pensativo, como si intentara adivinar su historia. Finalmente, murmuró para sí mismo:
—El mar nunca deja de sorprendernos... ni de recordarnos su crueldad. —
El barco siguió su curso, moviéndose al compás de las olas que ahora apenas susurraban, como si la tormenta nunca hubiera existido. La tripulación, sin hacer preguntas, retomó sus tareas. Las velas fueron ajustadas, los cabos asegurados, y la cubierta limpiada con esmero, eliminando cualquier rastro de la tempestad. El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados que se reflejaban en la superficie del mar, mientras el mercante continuaba su viaje hacia un destino desconocido.