Daryl Kilgore
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Ayer, 09:00 PM
La figura de Daryl, imponente y casi antinatural, destacaba incluso en un lugar tan peculiar como Loguetown. Su piel pálida reflejaba la tenue luz de los faroles, dándole un aura espectral que hacía que incluso los más valientes prefirieran apartarse de su camino. Con más de tres metros de altura, su presencia eclipsaba a cualquiera en su cercanía, pero era su forma de moverse lo que realmente desconcertaba: pasos firmes y seguros, pero con una cuidadosa deliberación que revelaba su deseo de evitar el contacto innecesario con otros. Vestía una camiseta ajustada de corte militar que marcaba los músculos de su torso, y unas botas de cuero grueso que amortiguaban el ruido de su andar, añadiendo un aire sigiloso a su imponente porte. Aunque no tenía cuernos, como muchos esperarían de un demonio, su mirada era suficiente para intimidar. Ojos verdes, profundos y vigilantes, parecían escrutar cada rincón, cada gesto, como si siempre estuviera evaluando su entorno. La bolsa que llevaba en la mano parecía minúscula en comparación con su tamaño, pero su contenido era lo suficientemente valioso como para justificar su presencia en un lugar tan caótico como El Ancla Desgarrada.
Al llegar a El Ancla Desgarrada, se detuvo un momento frente a la puerta, observando el letrero desgastado que chirriaba bajo el viento. El sonido de las carcajadas, los murmullos de las negociaciones y el eco de los vasos chocando llegaban a sus oídos como un zumbido constante. Con un movimiento decidido, empujó la entrada y se adentró en la penumbra. Daryl no tardó en localizar a Ragn. Su figura, envuelta en sombras al fondo de la taberna, era inconfundible para quien sabía a quién buscar. Los ojos atentos de Ragn se cruzaron con los de Daryl por un instante antes de que este se acercara a la mesa, sorteando a los parroquianos con la misma precisión que un marinero navegando por aguas traicioneras. Sin decir palabra, Daryl se dejó caer en la silla frente a Ragn, depositando la bolsa sobre la mesa con un gesto lento y deliberado. Dentro, el suave brillo de una caracola resguardada por capas de tela parecía iluminarse en contraste con la oscuridad del rincón.
— Aquí tienes. — Soltó Daryl, su voz grave pero carente de emoción, mientras empujaba la bolsa hacia Ragn. Sus ojos escanearon el rostro del otro hombre, buscando algún signo de reacción, aunque sabía que la expresión de Ragn era tan inescrutable como el océano en calma. Ragn asintió apenas, extendiendo una mano para tomar el objeto. Durante unos segundos, el silencio entre ambos fue absoluto, una burbuja de quietud en medio del bullicio de la taberna. Daryl se recostó en la silla, cruzando los brazos con aparente tranquilidad, pero sus sentidos permanecían alerta. Había cumplido con su parte, pero en un lugar como este, nunca se estaba completamente seguro hasta que el negocio se cerraba. —Ahora, lo tuyo. — Reclamó con un tono que no era una pregunta, sino una declaración. Sus ojos no se apartaron de Ragn, quien, con la misma calma calculada, preparaba su respuesta.
Al llegar a El Ancla Desgarrada, se detuvo un momento frente a la puerta, observando el letrero desgastado que chirriaba bajo el viento. El sonido de las carcajadas, los murmullos de las negociaciones y el eco de los vasos chocando llegaban a sus oídos como un zumbido constante. Con un movimiento decidido, empujó la entrada y se adentró en la penumbra. Daryl no tardó en localizar a Ragn. Su figura, envuelta en sombras al fondo de la taberna, era inconfundible para quien sabía a quién buscar. Los ojos atentos de Ragn se cruzaron con los de Daryl por un instante antes de que este se acercara a la mesa, sorteando a los parroquianos con la misma precisión que un marinero navegando por aguas traicioneras. Sin decir palabra, Daryl se dejó caer en la silla frente a Ragn, depositando la bolsa sobre la mesa con un gesto lento y deliberado. Dentro, el suave brillo de una caracola resguardada por capas de tela parecía iluminarse en contraste con la oscuridad del rincón.
— Aquí tienes. — Soltó Daryl, su voz grave pero carente de emoción, mientras empujaba la bolsa hacia Ragn. Sus ojos escanearon el rostro del otro hombre, buscando algún signo de reacción, aunque sabía que la expresión de Ragn era tan inescrutable como el océano en calma. Ragn asintió apenas, extendiendo una mano para tomar el objeto. Durante unos segundos, el silencio entre ambos fue absoluto, una burbuja de quietud en medio del bullicio de la taberna. Daryl se recostó en la silla, cruzando los brazos con aparente tranquilidad, pero sus sentidos permanecían alerta. Había cumplido con su parte, pero en un lugar como este, nunca se estaba completamente seguro hasta que el negocio se cerraba. —Ahora, lo tuyo. — Reclamó con un tono que no era una pregunta, sino una declaración. Sus ojos no se apartaron de Ragn, quien, con la misma calma calculada, preparaba su respuesta.