Alguien dijo una vez...
Rizzo, el Bardo
No es que cante mal, es que no saben escuchar.
Brindis a la luz de la Luna [Público]
Terence Blackmore
Enigma del East Blue
Desde mi posición en el mirador del Baratie, el mundo se desplegaba ante mí como una compleja sinfonía, cada persona una nota, cada movimiento un compás en una partitura orquestada por manos invisibles. El delicioso aroma del cóctel de ginebra, frutos rojos y hierbabuena se mezclaba con la fragancia salina del océano, una armonía engañosa que pretendía ocultar la cacofonía que subyacía bajo la superficie de la realidad. Mientras el líquido descendía por mi garganta como un acorde perfecto, mis ojos recorrían la escena, capturando cada disonancia y cada melodía en este concierto de apariencias.
El frío del invierno se infiltraba en el ambiente, a pesar del calor artificial que intentaba mantener a raya la brisa marina. La luna, como una directora silenciosa, dirigía la danza de las olas sobre el mar, un largo adagio entre la nieve que caía suavemente y el océano que la recibía. Esta melodía natural contrastaba con la cacofonía de voces y risas dentro del bar, donde cada alma se movía al compás de una partitura diferente, ajena a la armonía universal que intentaba alcanzarse en esta orquesta desordenada.

Mientras disfrutaba de mi pequeño concierto privado, una figura captó mi atención: un hombre cuya presencia resonaba con una tonalidad distinta. Era una melodía menor en medio del ruidoso allegro que dominaba el lugar. Su entrada al restaurante no tenía la ostentación de los demás, sino un tempo controlado, una cadencia medida que hablaba de alguien acostumbrado a moverse en estos círculos, pero sin dejarse arrastrar por su música. Su nobleza no era el acorde grandioso de aquellos que compran su lugar en la sinfonía social, sino un eco profundo y persistente de algo más antiguo, más auténtico.
Se dirigió a una mesa en el mirador, una plaza que solo podía obtenerse con anticipación, como una entrada reservada para la mejor ópera. Lo vi tomar asiento, y un camarero, parte de la orquesta de fondo, le ofreció una copa de vino añejo. El hombre aceptó la bebida con la gracia de quien ya ha escuchado esa melodía antes, pero aún encuentra en ella un destello de nostalgia. Mientras bebía, sus ojos se alejaban del presente, como si en su mente se desplegara otra sinfonía, una de tiempos pasados, tal vez más dulces, tal vez más llenos de propósito. Era evidente que, aunque físicamente estaba en el Baratie, su espíritu estaba envuelto en los acordes de una misión, una sinfonía aún incompleta, que aspiraba a completar.

Mis pensamientos vagaban en paralelo a los suyos, reflexionando sobre la absurda ilusión de aquellos que creen poder escribir una sinfonía para cambiar el mundo. No entendía todavía que el mundo no se altera por la mano de un solo compositor, sino que se modela a través de una compleja y sutil variación de temas. Sin embargo, su ignorancia no lo hacía menos interesante, sino más. Era fascinante ver a alguien lleno de convicciones moviéndose en una sinfonía de falsedades, donde pocos podían escuchar el verdadero ritmo de lo que sucedía a su alrededor.

Mi atención fue desviada por una entrada muy distinta, una figura cuyo acorde resonaba en una tonalidad completamente opuesta. Era un mink, un lobo cuya melodía era más áspera, un tema que sonaba con disonancia, pero que aún conservaba una belleza ruda en su esencia. Se movía con un tempo lento, arrastrando su cuerpo hacia la barra con una graciosa torpeza que hablaba de hambre y desesperación. Sin embargo, incluso en su condición, había en él un orgullo feroz, una nota sostenida que se negaba a apagarse.

Lo vi instalarse en la barra, su presencia un bajo continuo que resonaba por encima del bullicio del restaurante. Entonces, con la audacia de quien no tiene nada que perder, ofreció una canción a cambio de un almuerzo. Su propuesta no era solo una solicitud desesperada, sino una variación sobre un tema antiguo: el hambre mezclado con dignidad. Mientras el resto de la orquesta social continuaba su ensordecedora fanfarria, ignorando la sinceridad de su nota solitaria, yo lo escuché. Y en su propuesta, vi algo de mí mismo: un sobreviviente, alguien que había aprendido a improvisar cuando la partitura de la vida lo exigía.

En ese momento, el Baratie se transformó para mí en una sala de conciertos donde cada individuo tocaba su propio instrumento, siguiendo su propia partitura, pero sin comprender realmente que todos éramos parte de la misma sinfonía. El hombre noble era el primer violín, virtuoso pero atrapado en una melodía heroica que no tenía lugar en este mundo de caos. El mink, por su parte, era la percusión, el ritmo subterráneo que, aunque ignorado, daba forma a la música de la vida. Y yo, desde mi asiento privilegiado, era el director oculto, el que comprendía que la verdadera belleza de esta sinfonía no estaba en las notas altas ni en los crescendos heroicos, sino en las disonancias y en los silencios, en los lugares donde nadie más sabía buscar.

Tomé otro sorbo de mi cóctel, dejando que la amargura de la ginebra contrastara con la dulzura de los frutos rojos. Mis pensamientos danzaban entre la melodía idealista del noble y el ritmo primitivo del mink. Ambos, a su manera, tocaban en esta orquesta sin director, ajenos a la verdad que yo había comprendido hace tiempo: el mundo no es una sinfonía de grandes gestos heroicos o simples placeres, sino una obra maestra de manipulación, donde las notas más importantes son aquellas que nadie escucha, pero que definen la música.

Mientras me aproximaba, mi postura se ajustaba automáticamente, como si mi propio cuerpo fuera una extensión de la melodía de mi mente: los hombros rectos, el mentón elevado con una leve inclinación que denotaba cortesía, pero nunca sumisión. La chaqueta de alta calidad que vestía se ajustaba a mi figura como la partitura a un músico experto, cada pliegue perfectamente dispuesto, cada línea diseñada para maximizar la impresión de control absoluto. Todo en mi acercamiento estaba calculado, desde el ritmo de mi andar hasta la ligera y casi imperceptible curvatura de mis labios, que sugería una promesa de diálogo refinado, sin revelar aún la verdadera intención que latía bajo la superficie de mis palabras.


La persona de la cabellera castaña permanecía inmersa en su propio mundo, tal vez ignorante del hecho de que ese mundo estaba a punto de entrelazarse con el mío, aunque fuera solo por un breve y fugaz instante. Observé, en la breve distancia que aún nos separaba, cómo los mechones castaños se movían al ritmo del ambiente, con una cadencia casi hipnótica que despertaba en mí una sutil apreciación estética. Aquella melena no era solo un adorno, sino una declaración de identidad, un símbolo inconsciente que, para ojos entrenados como los míos, desvelaba más de lo que el portador jamás habría querido admitir.

Finalmente, alcancé mi destino, y con la precisión de un director de orquesta que alza la batuta justo antes del clímax de una sinfonía, hice una ligera pausa antes de inclinarme hacia adelante en un gesto controlado de saludo. Mi voz emergió como un murmullo bajo, aterciopelado, con la calidez medida de quien sabe que las palabras son tanto un arma como una caricia.

- ¿Primera vez en el Baratie? - comenté mordaz, mientras le dirigía una mirada digna pero honesta directamente a los ojos de aquel hombre.

Dejé que la ligera sonrisa en mis labios se transformara en una mueca de satisfacción. El vals de la luna continuaba sobre el océano, dirigiendo una danza que los mortales no podían entender. Y yo, un mero observador y compositor en la sombra, seguía esperando el próximo movimiento, el próximo compás que haría vibrar el aire. Quizás esta noche, entre las melodías disonantes y los ecos olvidados, encontraría la nota perfecta que haría que esta sinfonía volviera a resonar en mi favor.
#4


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RE: Brindis a la luz de la Luna [Público] - por Terence Blackmore - 19-08-2024, 01:56 AM

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