Terence Blackmore
Enigma del East Blue
09-09-2024, 02:46 AM
Mientras las luces del Baratie bailaban en reflejos de plata y carmesí sobre la superficie de los platos vacíos, mi atención permanecía fija en el intercambio que se desarrollaba ante mis ojos, aunque mi mente ya estaba más allá de ese lugar. Observaba, con la distancia de un espectador en un teatro, cada palabra, cada gesto, cada fragmento de la conversación entre aquellos dos personajes, un gyojin tiburón, y el mink lobo de extraña indumentaria, como si formaran parte de una farsa destinada a entretener al auditorio.
Sin embargo, lo que otros podrían haber percibido como una simple conversación entre camaradas, para mí no era más que un juego de poder en ciernes. Había en los intercambios una tensión subyacente, una competencia tácita entre ambos. No importaba cuánto se esforzaran por proyectar camaradería; la verdad era que el deseo de afirmarse en un mundo que, en su naturaleza más cruda, solo respeta la fuerza, no podía ser ignorado.
El mink, llamado Lobo Jackson, parecía ajeno a este hecho, o al menos pretendía estarlo. Su entusiasmo contagioso y su espíritu inquebrantable resonaban como la risa de un niño que juega en medio de una tormenta, ignorando el trueno que retumba en la distancia. Era optimista, casi demasiado, una cualidad que, a mi parecer, solo conducía a la decepción cuando la realidad decidía mostrarse en toda su crudeza. Mientras hablaba de su música, de su instrumento, no en el mal sentido de la palabra, y de cómo lo alimentaba con la energía proveniente de su cuerpo. Una falla estratégica, garrafal, por otro lado, ante alguien del cual no conocía su origen.
Y, sin embargo, ahí estaban: él y aquel tiburón, dos seres de naturalezas distintas, conectando a través de sus experiencias compartidas de desarraigo y búsqueda de un lugar en este vasto y despiadado océano. Aunque no podía comprender completamente la naturaleza de su vínculo, algo en mí resonó con su deseo de pertenencia, ese impulso primigenio que todos los seres vivos parecen compartir, a pesar de mis propios intentos por sofocarlo durante años.
Pero la conexión entre ellos no me distraía de lo esencial. Mientras continuaba su intercambio de historias, de esperanzas y de anhelos, seguí escudriñando más allá de las palabras, observando los detalles, los pequeños gestos que revelaban más de lo que los sonidos vocales eran capaces de transmitir. El tiburón, por ejemplo, había comenzado a abrirse, algo que probablemente no le resultaba fácil. Sus palabras, aunque sencillas, tenían el peso de alguien que había vivido una vida de aislamiento, un aislamiento que quizás él mismo había impuesto para protegerse del dolor que el mundo, inevitablemente, inflige.
Y Jackson… bueno, Jackson era un soñador. Eso, en sí mismo, no era ni bueno ni malo, pero los soñadores tendían a ser aquellos que más sufrían cuando la realidad golpeaba. Me preguntaba cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que el mundo no estaba hecho para aquellos que buscaban la alegría en cada rincón. No, el mundo era para los calculadores, para aquellos que sabían cómo jugar el juego sin perder de vista la meta final.
Mi mirada se desvió brevemente hacia mi propio reflejo en el cristal que daba al mar, donde las luces del restaurante se mezclaban con las sombras del agua profunda. ¿Acaso no era yo también un soñador, en cierto modo? Pero mis sueños no eran como los suyos, llenos de música y esperanza. Mis sueños estaban teñidos de sombras, de la certeza de que cada paso en este mundo debía ser calculado con precisión, cada movimiento, cada palabra, debía ser parte de una estrategia más amplia. Al igual que en una partida de cartas, había aprendido a no revelar mis palos hasta que no tuviera la ronda asegurada.
Mientras el festín continuaba y los dos extraños seguían intercambiando confidencias, decidí que había llegado el momento de intervenir. No porque tuviera algo importante que decir, sino porque las palabras tienen poder, y cada interacción es una oportunidad para sembrar una semilla, para influir en el curso de los acontecimientos de maneras sutiles.
Incliné ligeramente la cabeza hacia ellos, permitiendo que mi presencia se sintiera sin ser abrumadora, y con un tono de voz lo suficientemente bajo para parecer casual, pero lo suficientemente firme para captar su atención, interrumpí momentáneamente su conversación.
—Es fascinante, ¿no es así? —dije con una sonrisa suave, casi despreocupada— Cómo los caminos de aquellos que buscan algo más en la vida tienden a entrelazarse, a cruzarse en los lugares más inesperados. Supongo que el Baratie es un lugar como cualquier otro para comenzar una nueva historia. —finalicé con tranquilidad y curiosidad, aportando un punto de vista mucho más humano.
Los dos se detuvieron un momento, mirándome con curiosidad, quizás preguntándose cuál era mi lugar en su narrativa. Pero no era necesario que lo supieran. Lo importante era que mi presencia ahora estaba firmemente establecida en sus mentes, como un espectador invisible que observaba desde las sombras, esperando el momento adecuado para hacer su jugada.
—La música, la búsqueda de un hogar, de una identidad… —continué, permitiendo que mis palabras fluyeran con la cadencia de alguien que reflexiona en voz alta.— Todos buscamos algo, al final del día. La pregunta de los cien mil millones de berries es, ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar para encontrarlo?— finalicé con cierto toque de picaresca y mordacidad audaz.
No esperaba una respuesta inmediata, ni la necesitaba. Lo que buscaba era plantar una idea, una semilla que, con el tiempo, germinaría en sus mentes. Porque eso era lo que hacía, lo que siempre había hecho. Jugaba el juego a largo plazo, dejando que los demás se movieran a su propio ritmo mientras yo observaba, esperando el momento en que pudiera guiar la dirección de sus pasos sin que se dieran cuenta.
Mientras las luces del Baratie continuaban reflejándose en el mar oscuro, sentí que este era solo el principio de algo más grande, una nueva sinfonía que estaba comenzando a tomar forma en las sombras. Y en esta pieza, cada uno de nosotros tendría su papel, ya sea como intérprete o como espectador.
Con una sonrisa cortés, aguardé con calma a una respuesta filosófica que pudiera deslumbrarme, dejando que Jackson y Octojin tuvieran un tiempo para pensar, pero sabiendo que ahora, mi presencia flotaba entre ellos, con un cariz disonante.
Sin embargo, lo que otros podrían haber percibido como una simple conversación entre camaradas, para mí no era más que un juego de poder en ciernes. Había en los intercambios una tensión subyacente, una competencia tácita entre ambos. No importaba cuánto se esforzaran por proyectar camaradería; la verdad era que el deseo de afirmarse en un mundo que, en su naturaleza más cruda, solo respeta la fuerza, no podía ser ignorado.
El mink, llamado Lobo Jackson, parecía ajeno a este hecho, o al menos pretendía estarlo. Su entusiasmo contagioso y su espíritu inquebrantable resonaban como la risa de un niño que juega en medio de una tormenta, ignorando el trueno que retumba en la distancia. Era optimista, casi demasiado, una cualidad que, a mi parecer, solo conducía a la decepción cuando la realidad decidía mostrarse en toda su crudeza. Mientras hablaba de su música, de su instrumento, no en el mal sentido de la palabra, y de cómo lo alimentaba con la energía proveniente de su cuerpo. Una falla estratégica, garrafal, por otro lado, ante alguien del cual no conocía su origen.
Y, sin embargo, ahí estaban: él y aquel tiburón, dos seres de naturalezas distintas, conectando a través de sus experiencias compartidas de desarraigo y búsqueda de un lugar en este vasto y despiadado océano. Aunque no podía comprender completamente la naturaleza de su vínculo, algo en mí resonó con su deseo de pertenencia, ese impulso primigenio que todos los seres vivos parecen compartir, a pesar de mis propios intentos por sofocarlo durante años.
Pero la conexión entre ellos no me distraía de lo esencial. Mientras continuaba su intercambio de historias, de esperanzas y de anhelos, seguí escudriñando más allá de las palabras, observando los detalles, los pequeños gestos que revelaban más de lo que los sonidos vocales eran capaces de transmitir. El tiburón, por ejemplo, había comenzado a abrirse, algo que probablemente no le resultaba fácil. Sus palabras, aunque sencillas, tenían el peso de alguien que había vivido una vida de aislamiento, un aislamiento que quizás él mismo había impuesto para protegerse del dolor que el mundo, inevitablemente, inflige.
Y Jackson… bueno, Jackson era un soñador. Eso, en sí mismo, no era ni bueno ni malo, pero los soñadores tendían a ser aquellos que más sufrían cuando la realidad golpeaba. Me preguntaba cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que el mundo no estaba hecho para aquellos que buscaban la alegría en cada rincón. No, el mundo era para los calculadores, para aquellos que sabían cómo jugar el juego sin perder de vista la meta final.
Mi mirada se desvió brevemente hacia mi propio reflejo en el cristal que daba al mar, donde las luces del restaurante se mezclaban con las sombras del agua profunda. ¿Acaso no era yo también un soñador, en cierto modo? Pero mis sueños no eran como los suyos, llenos de música y esperanza. Mis sueños estaban teñidos de sombras, de la certeza de que cada paso en este mundo debía ser calculado con precisión, cada movimiento, cada palabra, debía ser parte de una estrategia más amplia. Al igual que en una partida de cartas, había aprendido a no revelar mis palos hasta que no tuviera la ronda asegurada.
Mientras el festín continuaba y los dos extraños seguían intercambiando confidencias, decidí que había llegado el momento de intervenir. No porque tuviera algo importante que decir, sino porque las palabras tienen poder, y cada interacción es una oportunidad para sembrar una semilla, para influir en el curso de los acontecimientos de maneras sutiles.
Incliné ligeramente la cabeza hacia ellos, permitiendo que mi presencia se sintiera sin ser abrumadora, y con un tono de voz lo suficientemente bajo para parecer casual, pero lo suficientemente firme para captar su atención, interrumpí momentáneamente su conversación.
—Es fascinante, ¿no es así? —dije con una sonrisa suave, casi despreocupada— Cómo los caminos de aquellos que buscan algo más en la vida tienden a entrelazarse, a cruzarse en los lugares más inesperados. Supongo que el Baratie es un lugar como cualquier otro para comenzar una nueva historia. —finalicé con tranquilidad y curiosidad, aportando un punto de vista mucho más humano.
Los dos se detuvieron un momento, mirándome con curiosidad, quizás preguntándose cuál era mi lugar en su narrativa. Pero no era necesario que lo supieran. Lo importante era que mi presencia ahora estaba firmemente establecida en sus mentes, como un espectador invisible que observaba desde las sombras, esperando el momento adecuado para hacer su jugada.
—La música, la búsqueda de un hogar, de una identidad… —continué, permitiendo que mis palabras fluyeran con la cadencia de alguien que reflexiona en voz alta.— Todos buscamos algo, al final del día. La pregunta de los cien mil millones de berries es, ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar para encontrarlo?— finalicé con cierto toque de picaresca y mordacidad audaz.
No esperaba una respuesta inmediata, ni la necesitaba. Lo que buscaba era plantar una idea, una semilla que, con el tiempo, germinaría en sus mentes. Porque eso era lo que hacía, lo que siempre había hecho. Jugaba el juego a largo plazo, dejando que los demás se movieran a su propio ritmo mientras yo observaba, esperando el momento en que pudiera guiar la dirección de sus pasos sin que se dieran cuenta.
Mientras las luces del Baratie continuaban reflejándose en el mar oscuro, sentí que este era solo el principio de algo más grande, una nueva sinfonía que estaba comenzando a tomar forma en las sombras. Y en esta pieza, cada uno de nosotros tendría su papel, ya sea como intérprete o como espectador.
Con una sonrisa cortés, aguardé con calma a una respuesta filosófica que pudiera deslumbrarme, dejando que Jackson y Octojin tuvieran un tiempo para pensar, pero sabiendo que ahora, mi presencia flotaba entre ellos, con un cariz disonante.