Percival Höllenstern
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06-11-2024, 08:20 PM
(Última modificación: 06-11-2024, 08:22 PM por Percival Höllenstern.)
El Salón de los Campeones, ubicado en la cúspide de La Torre del Destino, es un santuario reservado para los luchadores de cierto renombre, los que han demostrado su valía en la arena. Se accede a través de una amplia escalinata en espiral, flanqueada por antorchas de fuego azul que iluminan el camino con una luz fría y espectral. La atmósfera al entrar en la sala es solemne, casi sagrada, como si uno se adentrara en un lugar cargado de historia y poder.
El techo de la sala es abovedado, alcanzando una altura impresionante, con vitrales intrincadamente diseñados que cuentan las historias de antiguos campeones. Estos vitrales muestran escenas de victorias legendarias, grabadas en colores que brillan a la luz del sol que entra desde lo alto. Los rayos de luz que filtran los cristales llenan la sala con una iluminación que parece cambiar de tonalidad a medida que el día avanza, dándole una sensación casi viva, como si los fantasmas de los antiguos vencedores aún merodearan por allí.
Las estatuas que pueblan el salón son el principal atractivo: figuras imponentes de mármol oscuro o bronce dorado que representan a los campeones de antaño. Cada una está tallada con una precisión asombrosa, capturando a los guerreros en poses de combate, con expresiones intensas que reflejan su determinación y gloria. A sus pies, placas de metal pulido llevan inscripciones con los nombres de los luchadores, junto con detalles de sus victorias más memorables. No hay dos estatuas iguales: algunas son de tamaño real, otras son más grandes, como si sus hazañas fueran demasiado grandiosas para contenerse en una escala humana.
Estas se encuentran lo suficientemente alejadas de la arena central, un lugar que se presume casi sacro, con un suelo compuesto de un fino sedimento casi blanquecino, similar a un desierto, que se yergue impoluto sobre un suelo plano y preparado para el combate. Tiene una distancia grande entre ambos lados, pues aproximadamente treinta metros lo separan de punta a punta en su diagonal.
Allí me mantenía, entre bambalinas, sin salir aún de mi parte del vestuario del todo, aguardando en el túnel que conectaba con la arena, ataviado con mi indumentaria habitual y esperando ver quién era mi rival de la noche.
Es cierto que con el tiempo me había vuelto más asiduo al coliseo, a ese lugar donde el polvo y la sangre se mezclan con los vítores de una multitud que ansía vernos destruirnos entre nosotros. Un espectáculo sin sentido para la mayoría, pero para mí, un campo de pruebas. Cada combate, cada golpe esquivado o encajado, no era más que una forma de afilar mi instinto, de prepararme para algo mayor. Quizá la Torre de Marfil fuera un agujero lleno de animales hambrientos, pero también era una oportunidad para estudiar. Estudiar los movimientos, las técnicas y, sobre todo, a la gente.
No voy a mentir, no me desagrada este sitio. Hay algo casi reconfortante en la brutalidad desmedida de un enfrentamiento a muerte. Sin promesas, sin palabras vacías, solo pura supervivencia. Me he acostumbrado a ello. Tal vez incluso me guste. En el coliseo no hay lugar para las máscaras. Todos somos bestias aquí, con un solo objetivo: seguir respirando.
Mis dedos jugueteaban con el filo de la pequeña daga que guardaba en mi cinturón. Aún no había visto a mi oponente, pero no importaba. Fuera quien fuera, sería un peón más en mi tablero. Un paso más hacia… bueno, hacia lo que sea que esté buscando realmente. Ya ni siquiera me importan los motivos. A estas alturas, lo único que me mantiene en pie es el impulso de seguir avanzando, de no detenerme.
Un lugar en el que despertar, literalmente, todos mis sentidos y lo que me hacía sentir vivo, pues mis coqueteos con la causa revolucionaria no estaban siendo todo lo fructíferos que buscaba, ante una promesa burda de salvaguardar el pueblo llano contra el opresor irreal.
Y me preguntaba dónde se encontraba el real peligro, si lo último que había aportado un real desafío a mi corazón yacía ya inerte entre la basura y chatarra de Grey Terminal.
Al lado de aquello, liberar Oykot fue solo un juego de niños…
[Inventario] (en mi caso, puedo portarlo todo por conveniencias del Diablo)
El techo de la sala es abovedado, alcanzando una altura impresionante, con vitrales intrincadamente diseñados que cuentan las historias de antiguos campeones. Estos vitrales muestran escenas de victorias legendarias, grabadas en colores que brillan a la luz del sol que entra desde lo alto. Los rayos de luz que filtran los cristales llenan la sala con una iluminación que parece cambiar de tonalidad a medida que el día avanza, dándole una sensación casi viva, como si los fantasmas de los antiguos vencedores aún merodearan por allí.
Las estatuas que pueblan el salón son el principal atractivo: figuras imponentes de mármol oscuro o bronce dorado que representan a los campeones de antaño. Cada una está tallada con una precisión asombrosa, capturando a los guerreros en poses de combate, con expresiones intensas que reflejan su determinación y gloria. A sus pies, placas de metal pulido llevan inscripciones con los nombres de los luchadores, junto con detalles de sus victorias más memorables. No hay dos estatuas iguales: algunas son de tamaño real, otras son más grandes, como si sus hazañas fueran demasiado grandiosas para contenerse en una escala humana.
Estas se encuentran lo suficientemente alejadas de la arena central, un lugar que se presume casi sacro, con un suelo compuesto de un fino sedimento casi blanquecino, similar a un desierto, que se yergue impoluto sobre un suelo plano y preparado para el combate. Tiene una distancia grande entre ambos lados, pues aproximadamente treinta metros lo separan de punta a punta en su diagonal.
Día 53 de verano
Allí me mantenía, entre bambalinas, sin salir aún de mi parte del vestuario del todo, aguardando en el túnel que conectaba con la arena, ataviado con mi indumentaria habitual y esperando ver quién era mi rival de la noche.
Es cierto que con el tiempo me había vuelto más asiduo al coliseo, a ese lugar donde el polvo y la sangre se mezclan con los vítores de una multitud que ansía vernos destruirnos entre nosotros. Un espectáculo sin sentido para la mayoría, pero para mí, un campo de pruebas. Cada combate, cada golpe esquivado o encajado, no era más que una forma de afilar mi instinto, de prepararme para algo mayor. Quizá la Torre de Marfil fuera un agujero lleno de animales hambrientos, pero también era una oportunidad para estudiar. Estudiar los movimientos, las técnicas y, sobre todo, a la gente.
No voy a mentir, no me desagrada este sitio. Hay algo casi reconfortante en la brutalidad desmedida de un enfrentamiento a muerte. Sin promesas, sin palabras vacías, solo pura supervivencia. Me he acostumbrado a ello. Tal vez incluso me guste. En el coliseo no hay lugar para las máscaras. Todos somos bestias aquí, con un solo objetivo: seguir respirando.
Mis dedos jugueteaban con el filo de la pequeña daga que guardaba en mi cinturón. Aún no había visto a mi oponente, pero no importaba. Fuera quien fuera, sería un peón más en mi tablero. Un paso más hacia… bueno, hacia lo que sea que esté buscando realmente. Ya ni siquiera me importan los motivos. A estas alturas, lo único que me mantiene en pie es el impulso de seguir avanzando, de no detenerme.
Un lugar en el que despertar, literalmente, todos mis sentidos y lo que me hacía sentir vivo, pues mis coqueteos con la causa revolucionaria no estaban siendo todo lo fructíferos que buscaba, ante una promesa burda de salvaguardar el pueblo llano contra el opresor irreal.
Y me preguntaba dónde se encontraba el real peligro, si lo último que había aportado un real desafío a mi corazón yacía ya inerte entre la basura y chatarra de Grey Terminal.
Al lado de aquello, liberar Oykot fue solo un juego de niños…
[Inventario] (en mi caso, puedo portarlo todo por conveniencias del Diablo)